Page 32 - Premios del Tren 2023
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masiado. Habría jurado que donde ahora se levantaban bloques y
más bloques, jaulas o cárceles construidas con obsesiva y asfixiante
monotonía para servir de dormitorio a la gente sencilla, antes se ex-
tendían campos y huertos. Sí, aquello que un día no tan lejano había
sido la despensa de la ciudad — frutales, hortalizas, granjas y viñe-
dos— era ahora una inacabable extensión de cemento. Volví a abrir
el periódico, dejé vagar la mirada por los titulares y la mente, sin
querer, por los recuerdos.
Me vi yéndome, yéndome por primera vez, a ocupar mi primer
puesto. Yo siempre había vivido en mi ciudad natal. Me iba sin ilu-
sión, pero a la vez con la tranquilidad de ánimo de quien sabe que
no va a añorar a nadie y que nadie lo va a echar de menos. Me vi lle-
gando a mi destino, instalándome en la pensión, presentándome al
día siguiente a mi trabajo, ocupando la mesa que ocuparía día tras
día durante unos quince meses, sin más pausas que una hora para
comer, las doce de descanso y los fines de semana. Y allí, a mi lado,
sentado a una mesa melliza de la mía, abstraído, silencioso y aplica-
do como yo, estaba siempre José Manso.
Sería excesivo decir que congeniamos, aunque había entre noso-
tros semejanzas y acuerdos que hacían que se nos asociara y a veces,
incluso, se nos confundiera. Él también era forastero, y se alojaba en
una pensión. Como yo, era soltero. Llevaba gafas de pasta —las
mías, en cambio, son de montura metálica—, y un traje que seguro
que había conocido mejores tiempos, siempre el mismo, fuera verano
o invierno. No debía de tener otro. Pobre José Manso.
“Pobre José Manso”. No sé por qué, esa era la frase que venía a la
mente de cualquiera cuando se trataba de aquel hombre anodino,
trabajador infatigable y discreto. También a la mía, aunque era ple-
namente consciente de que no sería muy distinta la que se empleaba
cuando se trataba de mí. Así nos ven, a los que somos mansos y soli-
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