Page 35 - Premios del Tren 2023
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creyera,  como  algunos  afirmaban,  que  nos  pareciéramos  como  dos

                gotas de agua. Ni mucho menos. Yo no me reconocía en absoluto en
                su rostro cetrino, en su nariz delgada y ganchuda, en su dentadura

                desigual y sus ojillos de ratón semiocultos tras las gafas; tampoco en

                su  calvicie  prematura,  ni  en  su  silueta  cargada  de  espaldas.  ¿Pero
                quién se reconoce en un padre, en una madre o en un hermano, aun-

                que  sea  gemelo...?  Ya  se  sabe:  todos  pretendemos  ser  únicos,

                originales.
                     Y no era sólo en nuestro camino al trabajo, donde coincidíamos

                José Manso y yo. También en el café donde, al mediodía, tomábamos

                nuestro bocadillo de tortilla acompañado de un café negro, mientras
                el resto de los compañeros almorzaba un menú de dos platos y pos-

                tre en el restaurante de la esquina. O en el estanco, donde cada día
                acudíamos a comprar la misma marca de cigarrillos. O en los paseos

                del domingo arriba y abajo de la Alameda, donde tan pronto trazá-

                bamos caminos paralelos como nos cruzábamos una y otra vez y nos
                mirábamos un instante sin decir nada, esbozando a penas un saludo

                con la cabeza. O también, inevitablemente, en la vuelta a casa, o sea,
                a nuestras moradas provisionales, hasta que nos separábamos en la

                misma  esquina  donde  nos  habíamos  encontrado  por  la  mañana  y

                nos volveríamos a encontrar a la mañana siguiente, indefectiblemen-
                te. Día tras día, hora tras hora, nuestros pasos se acordaban como en

                una  ridícula coreografía  que  los dos acatábamos en  silencio. Y así,

                hasta llegar al último e inesperado paso de la danza.
                     Pero no, no iba a dejar que mi mente siguiera por allí. Era absur-

                do invocar aquellos recuerdos. José Manso había muerto. Ni él me

                podía haber mandado ninguna carta, ni tenía ningún sentido pensar
                que quién fuera que me había citado en Villamarina tuviera alguna

                relación con él o con aquellos hechos. Volví a mirar por la ventanilla:
                a pesar del tiempo transcurrido, el paisaje aún me resultaba familiar.





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