Page 36 - Premios del Tren 2023
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Sin embargo, al mismo tiempo me resultaba extraño. Me inquietaba,

                por algo que no sabía precisar. Ante mí desfilaba un paisaje tranqui-
                lo, tal vez demasiado tranquilo. Playas solitarias, árboles, matorrales,

                apenas una casita blanca de vez en cuando. Habría jurado que hacía

                rato que no se veían calles asfaltadas, ni urbanizaciones, ni bloques
                de apartamentos. No podía creer que en la costa quedaran aún luga-

                res tan vírgenes, tan ajenos a toda explotación urbanística y a toda

                invasión de visitantes. Ajenos también, se diría, al paso del tiempo.
                En  una  punta  rocosa,  dos  pescadores  esperaban  pacientemente  su

                suerte, cubiertos con sendos sombreros de paja. Un vuelo de estorni-

                nos, en rígida formación, cruzó el cielo. Me dije que era un presagio,
                a saber de qué. Miré a mi alrededor: me había quedado solo en el va-

                gón. Me encogí de hombros y sacudí la cabeza: me dije que no saca-
                ría nada de ponerme aprensivo.

                     Volví a mirar hacia afuera. Un camino estrecho y elevado corría

                paralelo a la vía, bordeado de espinos y matojos y algunas madresel-
                vas; por el lado opuesto descendía bruscamente, casi en picado, has-

                ta  el  mar. El corazón me dio un  vuelco: lo conocía bien,  era  el  ca-
                mino. Rememoré sin querer aquella mañana de domingo en que, por

                una vez en mi vida, rompí mi rutina. Me movía la desesperación, ya

                no podía más. No podía seguir soportando aquella sombra pegajosa,
                aquel inevitable José Manso que parecía seguirme a todas partes. Iba

                a burlarlo, y no se me ocurría otra forma que huir de lo acostumbra-

                do, de todos aquellos lugares —esquina, estanco, Alameda— a los
                que él se adhería, convertido en una insoportable réplica de mí mis-

                mo. Tenía que despistarle. Así que me iría, cogería un tren y me lar-

                garía a cualquier sitio. Donde fuera. Me largaría al mar.
                     Consulté el mapa, y el trayecto de los trenes. Lo más cercano era

                Villamarina, unos quince quilómetros al este. No más de veinte mi-
                nutos en ferrocarril. Había oído a los compañeros que era un lugar





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