Page 17 - Premios del Tren 2023
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portación, frutas, sobre todo, le iba bien, estaba ahorrando para co-

                menzar en otra parte, lejos, en México, tal vez, un sitio con buen cli-
                ma donde nadie lo conociera ni lo mirara con el asco de aquí, cómo

                puede un hombre construirse un futuro en un lugar como éste, si te

                están escupiendo noche y día. Su hermana aceptó la mentira, compa-
                deciéndolo. Lo abrazó y le dijo que él era su hermano y que lo quería

                igual que cuando era un niño sin malicia.

                     Lo que Quique no le contó es que antes de tomar el tren de la tar-
                de para Algeciras, cogería su coche y lo abandonaría en una calle de-

                crépita del barrio del Aljibe, en el garaje de un antiguo compadre,

                con salida a un oculto callejón de gatos para huir sin rastro, no podía
                correr riesgos, sabía que lo vigilaban, la justicia del Estado y la de su

                propio mundo insano, se lo había advertido el Moro antes de venir
                al entierro, escuchan hasta los latidos de tu corazón, hasta el aire que

                respiras, los teléfonos estaban pinchados, lo supo en el cementerio,

                dos figuras esquivas por detrás de los grupos dispersos de familia-
                res, entre las lápidas y los nichos, con sus miradas escrutadoras, sus

                poses disimuladas de zorros que él conocía bien desde que era un
                mocoso, maderos incapaces de no parecerlo, acechantes como hienas

                para devorarlo en un descuido.

                     Quique, al que llamaban el Moreno, tenía ojos y pelo de azaba-
                che, una belleza cobriza y una elegancia de jazmín arrabalero, con un

                fuego en la mirada más de animal que de hombre, alto y fuerte como

                para caminar sin miedo en la oscuridad, o para que el Moro le pusie-
                ra la vista encima y se lo llevara a su mundo corrompido y violento.

                     Ir al colegio era apartarse de lo que estaba vivo, del mundo que

                valía la pena sentir a cada hora en la piel y en las manos, la humani-
                dad verdadera, donde se hacía y deshacía, donde lo poco o mucho

                que te enseñaban era valioso para caminar y sobrevivir en la calle,
                para enfrentarte a los olores y las voces de la ciudad, a reconocer tu





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