Presentación
"Premios del Tren 2014"
El viaje
Luis García Montero y Jesús García Sánchez
El viaje a la Luna todavía no es normal, no es una posibilidad que afecte
a la decisión cotidiana de la mayoría de los seres humanos. Si dejamos fuera
también a los desplazamientos provocados por la miseria, la mayoría de los
viajes carecen hoy del grado de incertidumbre y peligro que estamos
acostumbrados a relacionar con la palabra aventura. ¿Pero esto es así o bajo
la experiencia cotidiana surgen también latidos de inquietud, sorpresa o
extrañamiento capaces de conmover un recorrido no solo previsto, sino
previsible? Acercarse a la literatura es una buena forma de responder a esta
pregunta.
Nadie pone en duda la importancia de los viajes en la historia, a no ser que
quiera llevarle la contraria al sentido común. Los viajes han sido
acontecimientos fundamentales en el desarrollo de la humanidad. Durante
siglos, por las razones más diversas, por motivos económicos, religiosos,
intelectuales o simplemente de entretenimiento, las personas y los pueblos
han viajado de manera decidida, abriendo horizontes intelectuales y
comerciales. La historia de la humanidad es la historia de los viajes, una
cadena de descubrimientos, contactos, mestizajes y exploraciones. Los
avances tecnológicos y sociales que más han beneficiado a la humanidad se
deben primordialmente al viaje tanto en la realidad como en la metáfora. La
inquietud, el deseo de conocer o la intención de superar límites llevan
hacia la sabiduría la dinámica de diálogos, incorporaciones, apuestas y
fugas que caracterizan el itinerario de los viajeros. Sería muy difícil
imaginar ahora cómo hubiese sido el desarrollo de la humanidad sin la
participación y la colaboración de viajeros, conquistadores y exploradores.
Otro ejercicio que solo puede encontrar respuesta en la imaginación
literaria. La inmovilidad o tal vez la verdad de los viajes no hechos.
Los hábitos, las costumbres, las necesidades de viajar han variado a lo
largo de los años, suponiendo siempre una buena radiografía material y
espiritual de cada época. Los motivos de los viajes ya no son los de
búsquedas de nuevos territorios ni de nuevos continentes. Obviando los
viajes a la Luna, tan improbables todavía como forma de turismo, los
desplazamientos de hoy no suelen definirse por un grado alto de ambición
aventurera. Actualmente los viajes son esencialmente turísticos, y el acto
de viajar se parece mucho a un ejercicio programado por la rutina para
reconocer aquello que ya se ha visto en una postal. Se trata de viajar a lo
conocido, de estar donde ha estado ya mucha gente, donde es posible cambiar
la normalidad diaria del trabajo por un ocio diseñado desde la normalidad
que fija dónde deben hacerse las fotos. Vivimos en sociedades que han
llegado a programar incluso los lugares donde queremos perdernos, los sitios
hacia donde corremos para huir de ellas.
Pero la literatura araña en esa normalidad y encuentra debajo de las
apariencias más sencillas otro tipo de reconocimientos, las distintas formas
que cada uno tiene de interpretar la vida, o las vidas que cada uno
arrastra, que cada uno teje con los hilos del recuerdo, las insatisfacciones
y los deseos. Los viajes son todavía una ayuda para comprender la diversidad
cultural y las geografías más divergentes. Pero nunca falta la indagación
propia en esa diversidad interior que es cada persona, la búsqueda de las
ilusiones infantiles, de los sueños cumplidos, de las sombras. Muchos son
los que han viajado con el deseo de aprender, de enriquecer los
conocimientos, de alimentar la imaginación gracias a los contactos con
gentes diversas y nuevos ambientes, de viajar para aprender. Muchos también
los que han querido ver su propio rostro en un mar lejano o un espejo
escondido. La búsqueda de esta lejanía íntima se ha ido haciendo cada vez
más importante para la literatura, una vez que la realidad exterior de los
viajes ha ido perdiendo su niebla y su extrañeza.
Hasta hace muy poco tiempo, apenas un siglo, eran raros en España los viajes
de voluntad cultural. La mayoría de las personas solo viajaban cuando la
vida las ponía en una situación casi siempre penosa. El desplazamiento tenía
pocos adornos idílicos. De eso se quejaba doña Emilia Pardo Bazán, una mujer
extraordinaria y rara en la época, no solo por su protagonismo en la
literatura y por el calado de sus opiniones públicas, sino porque viajaba
sin compañía, ni obligación a finales del siglo XIX y a principios del XX.
Su condición femenina, aumentaba entonces la singularidad de su caso.
Viajera por Europa y por España, en 1902 escribía: “Aquí miramos el viaje
desde dos puntos de vista solamente: el que podemos llamar penal o de
fatalidad (viajes indispensables y aborrecibles, verdadera amargura para las
familias; traslación de empleados y militares; telegramas que avisan que
están enfermos de muerte el padre, o el hijo, o la esposa; pleito, cesantía,
etcétera) y el punto de vista fashionable o elegante: me voy porque se van
las de X, las de Z, y las de R.P.L., y porque en Madrid no quedan ya más que
los conductores del tranvía… Viajar por vocación se considera aquí indicio
de extravagancia; algo que se acerca a manía. Y es porque, en concepto del
español, todo viaje representa una suma de contrariedades y de gastos muy
superior a los goces que puede reportar”.
Mujer valiente, renovadora, feminista, precursora de tantas cosas, Doña
Emilia justificaba el viaje por el viaje y aconsejaba esta decisión como una
forma de terapia cívica: “Manda la Iglesia confesarse una vez al año y antes
si hay peligro de muerte. Manda la cultura viajar sin aparente necesidad una
vez al año, y más si hay estancamiento y tendencia regresiva, manía de andar
hacia atrás, que no falta entre nosotros”. Su experiencia personal, además,
le permitió ofrecer una serie de formalidades y requisitos preceptivos que
conviene valorar antes de emprender un viaje complaciente: “Para disfrutar
viajando, se necesita poseer una fuerte educación, o colectiva como la del
pueblo inglés, o individual: una cultura que comprenda nociones completas de
historia, de arqueología, de crítica artística; otra cultura que dicte la
urbanidad más exquisita, unida a la reserva más grave en el trato con las
gentes a quienes forzosamente se encuentra y habla el viajero: la firmeza
mayor para hacer valer su derecho, y la rectitud más desinteresada para
respetar el ajeno; la precaución más cauta en los ajustes y la oportuna
generosidad en las gratificaciones; el valor para arrostrar los peligros y
la prudencia para sortearlos; y por último (no me cansaré de recordar esto a
mis compatriotas) la locuacidad para averiguar lo que conviene saber y el
mutismo ante todo lo que sea murmuración, impertinente locuacidad o conato
de investigar lo que a nadie importa”. Pero la novelista y la mujer valiente
no duda en aconsejar también al viajero que siempre se adapte a la tierra
que pise, que se adentre en ella hasta el cuello, “despojándose de la piel
del hombre viejo civilizado” para nacer y renacer tantas veces como lugares
y regiones distintos vaya a conocer o visitar.
Desde la segunda mitad del XIX, los movimientos regeneracionistas fueron
extendiendo el prestigio y la necesidad de los viajes entre la minoría
cultural. Conocer el país era una exigencia para remediar sus enfermedades,
la decadencia que sufría con respecto a su historia y a otros países de
Europa. En años de descrédito de la política debido a las mentiras oficiales
de la Restauración, dejaron de considerarse suficientes las recetas
económicas. Se consideraba imprescindible una renovación espiritual, una
educación que cambiase el talante y la mentalidad de los ciudadanos. Por eso
el viaje unió los testimonios paisajísticos del país, con las
transformaciones personales de cada escritor convertido en caminante o en
usuario del ferrocarril. Esta dinámica alienta buena parte de la literatura
simbolista o de lo que en España se llamó Generación del 98. Miguel de
Unamuno consideró que el viaje es necesario para variar de forma de vida,
aunque fuese de manera momentánea, y buscó conocer, conocerse, en una tarea
de vigilancia personal y colectiva. Así presentaba sus Andanzas y visiones
españolas: “Y yo mismo ¿cómo podría vivir una vida que merezca vivirse, cómo
podría sentir el ritmo vital de mi pensamiento si no se me escapara así que
puedo de la ciudad, a correr por campos y lugares a comer de lo que comen
los pastores, a dormir en cama de pueblo o sobre la santa tierra si se
tercia? A sacudir, en fin, el polvo de mi biblioteca. Si yo fuera el hombre
de libros que me creen los que no me conocen; si yo no anduviera de un sitio
a otro, hablando con todo el mundo, si el sol no me hubiese mudado muchas
veces la piel de la cara, ¿creéis que podría conservar este caudal de pasión
que a las veces se vierte, dicen, en injusticia? No, no ha sido en libro, no
ha sido en literatos donde he aprendido a querer a mi Patria: ha sido
recorriéndola, ha sido visitando devotamente sus rincones”. Un viaje
diferente el que necesita Unamuno, una tarea propia de la nueva definición
del intelectual español que se consolida como figura pública en los primeros
años del siglo XX. El alejamiento de las costumbres diarias resulta
necesario para conocer la realidad colectiva del país y para entrar en
diálogo con los propios sentimientos. Viaje crítico, viaje interior, enlace
entre el intelectual y el poeta.
En la literatura, casi todos los caminos conducen al viaje. Es una metáfora
insustituible de la vida y de la mirada. Si el sentimiento de aceleración en
la historia marca la cultura moderna, consciente del vértigo con el que se
transforman las sociedades, los medios de locomoción juegan un papel
expresivo en el paulatino protagonismo de la velocidad. El modo de
locomoción fija una escala de sensaciones. Gustavo Adolfo Bécquer se subió
al tren para ver por la ventanilla el río de un paisaje que no invitaba al
relato minucioso de la quietud, sino a la elaboración fragmentaria de
sugerencias e impresiones. Ramón Pérez de Ayala consideró después que un
viaje en coche era el mayor generador de ideas posible. Manuel Chaves
Nogales constató más tarde que la visión de Berlín desde un avión parecía el
mayor espectáculo ofrecido por la civilización. La vanguardia consideró que
la velocidad y el movimiento eran la razón de ser de la creación. Tren,
coche, avión formaron una cadena de eslabones llenos de significado. Una
cadena que se muerde finalmente la cola después de la irrupción de los
trenes de alta velocidad.
Pero junto a la velocidad, siempre hubo otras perspectivas literarias. El
sentido de la aventura que ofrecen los viajes marinos o, en el otro extremo,
la placidez de la navegación moderna han sido halagados y maldecidos en
muchas ocasiones. Cada forma de viaje tiene sus diferencias, sus bondades y
sus inconvenientes, y también cada viaje tiene sus particularidades y
necesidades. Aunque por un camino o por otro, en una lógica o en otra, la
literatura acaba insistiendo siempre en el tren. Es el medio que se pega
mejor a la piel de la vida, el que establece un punto de negociación más
rico entre la velocidad y la lentitud, entre la soledad y la sociedad, entre
la vida cotidiana y el desplazamiento extraño.
Es, además, un lugar apropiado para descansar, pensar, leer… Decía Unamuno
que es preferible hacer los viajes en solitario, sin compañía, porque viajar
con acompañantes no es viajar. El perpetuo monólogo que representa la
palabra de Unamuno necesitaba conservar la soledad. Había que viajar, según
él, sin conocer a nadie y sin que nadie te conozca. Esos eran los viajes
perfectos: viajar como los peregrinos medievales, con la vida puesta en cada
movimiento y con una lentitud cabal para recorrer los caminos: “El romero o
peregrino medieval conocía mucho mejor el país porque viajaba más que un
turista moderno”. Pero Unamuno necesitaba que su soledad fuese observada,
que su monólogo fuese escuchado, que su individualismo se convirtiese en
espectáculo, que su lentitud no pudiera confundirse nunca con el
inmovilismo.
El viaje en tren da alas a la imaginación porque propone un lugar estable en
movimiento, es decir, un espacio en el que el viajero se siente, o quiere
sentirse observado por los compañeros de vagón. La curiosidad puede
despertarse en cualquier sitio, pero el tiempo del tren es el tiempo de la
curiosidad. Se funden la verdad y el espectáculo. Resulta habitual vigilar o
poner cara de intriga para que cada viajero pueda preguntarse por el
personaje misterioso que está a su lado. Vamos a ver, a mirar a esos
personajes que abren un libro o una revista en la mano, simulando leer, como
arma defensiva para que nadie le moleste con conversaciones inútiles. Vamos
a oír, a escuchar por dentro los diálogos imaginarios con los acompañantes
más inmediatos, las preguntas nunca hechas y las respuestas imaginadas.
Incluso, podemos confesarlo, saltan la intriga y el interés en medio de la
impertinente invasión de las horribles molestias que provocan los odiosos,
maleducados, sorprendentes teléfonos móviles.
Ese universo tan abierto a todas las posibilidades se encuentra de forma
destacada en los viajes por ferrocarril. Por eso el tren ha sido el medio
que más impulso ha dado a la inquietud literaria, al reto creativo del
viaje. El tren ha movido a muchos escritores a ofrecernos sus impresiones en
sus dudas, sus deseos, sus imaginaciones, sus miedos… Y siempre el reto de
partir y el ejercicio de conciencia al llegar a destino. Sensaciones de
alegría por la misión cumplida o por el episodio culminado. Sí, pero también
la tristeza o el vacío al descubrir que las esperanzas se deshacen con
frecuencia como una tarde en el cristal cada vez más oscuro de una
ventanilla.
No siempre los grandes viajeros han contemplado sus experiencias como algo
placentero. Su relatos cuentan en ocasiones los trámites de una obligación,
el trabajo que se cumple de manera profesional. Más allá del placer, dominan
las lecciones aportadas. Así se confesaba Colombine en los artículos que
enviaba desde el Norte de Europa para el Heraldo de Madrid (1917): “Para mí
no es el viaje, en realidad, más que un penoso estudio de gentes, de
costumbres y de cosas; no es un descanso ni un placer, sino una oportunidad
que cambia la clase de trabajo y me ofrece el aliciente de la curiosidad. Un
viaje es como una gran biblioteca puesta en fila, con los libros abiertos en
lo más interesante, que vamos leyendo al pasar”.
Con el desarrollo industrial de las últimas décadas, la cultura del ocio y
la evolución de ciertos valores sociales (que procuran distinguir de forma
tajante el tiempo de trabajo y de descanso) se ha desarrollado una nueva
figura de viajero. Irrumpe el turista con sus derechos y sus defectos de
masificación para levantar las quejas de los que prefieren considerarse
viajeros tradicionales. Ya hemos visto que el individualismo, el
alejamiento, la soledad fueron rasgos característicos del viajero
tradicionalmente, tentado por la aventura o por el conocimiento interior. La
industria del turismo ha democratizado o generalizado una experiencia
distinta con sus continuas ofertas de desplazamientos, fotografías
monumentales y hoteles. Si los viajeros antiguos desconocían gran parte de
las costumbres y los monumentos del lugar de destino, el turista de hoy hace
las maletas informado gracias a las guías turísticas, las imágenes de cine y
televisión y las postales. Pero la diferencia en la forma de viajar es
notoria sobre todo porque la industria del turismo ha crecido de manera
acelerada, precipitando todos los inconvenientes de la masificación. Las
tensiones entre la democracia y la masificación afectan también al viaje.
La literatura no se mantiene tampoco ajena a esta situación. Francisco Ayala
dejó en El jardín de las delicias el recuerdo de una visita a la Capilla
Sixtina en la que una multitud internacional se diluye entre los pobladores
del infierno. Miguel Sánchez-Ostiz abre sus humos y su sentido crítico en La
isla de Juan Fernández para confesar lo siguiente: “Soy alérgico a esas
manadas de gente que desembarcan de los autobuses como si lo hicieran en
Normandía… No hay posibilidad de escuchar los mensajes que manda el
milenario silencio… No aguanto la programación en el viaje, no siento más
que náuseas ante la posibilidad de tener un compañero de grupo o de manada
que me cuente lo que hace en Bruselas con su negocio de sujetadores o la
conversación de la viuda americana que tiene una hija casada en Londres“. Y
continúa después con una declaración de principios: “Ensimismarse en un
viaje es la mitad del placer, comer donde se le antoje a uno y a la hora que
te apetezca, cambiar de rumbo porque alguien te recomienda un rodeo,
encontrarse con los habitantes del lugar y saber de sus cuitas, esa es la
otra mitad. No me interesan los problemas de mi mundo occidental del que
huyo cuando puedo, no es gratificante dar conversación a una señora de pelo
teñido que critica cuanto ve…”.
Si hacemos caso de las fuentes escritas, una de las cosas que más puede
molestar a un viajero es otro viajero. La mirada individual suele tardar
poco en encuadrar a los demás viajeros en la sección de turismo vulgar,
formada por personas sin sensibilidad estética alguna (ni siquiera para
vestirse), gente que se comportan de forma mecánica y gregaria. Sánchez
Ostiz marca de nuevo distancias: “los turistas se creen dispensados de
conceder nada a la estética, y pasean sus vestidos grotescos, sus mochilas,
sus gorras, sus pantorrillas al aire”. Unamuno ya había desatado las
alarmas: “Pero ¿para qué viajan la mayoría de los que viajan? ¿Hay algo más
azarante, más molesto, más prosaico que el turista? El enemigo del que viaja
por pasión, por alegría o por tristeza, para recordar o para olvidar, es el
que viaja por vanidad o por moda, es ese horrible e insoportable turista que
se fija en el empedrado de las calles, en las mayores o menos comodidades
del hotel y en la comida de este”.
La literatura de viaje se hace eco también de las contradicciones de la
modernidad, la masificación y la convivencia con sus luces, sus sombras y
sus matices. Porque, claro está, no son iguales todos los visitantes o
viajeros que suelen reunirse bajo el nombre de turista. Y, además, las
diferencias no se deben solo a cuestiones económicas. Más allá de las
mochilas y de los escasos recursos, la ironía literaria apunta también a
costumbres propias de las clases acomodadas. El escritor argentino Manuel
Mujica Láinez empleó su cinismo e ironía contra la mezcla del viaje y los
códigos del consumismo: “Después de tropezar con diversas dificultades se
alojan en los mejores hoteles y aun en ellos alcanzan a captar una mínima
sensación —tan mínima que es como el desmayado eco de un eco— de lo que
‘pasa’ en Gran Bretaña; si piden pan, a menudo no lo obtienen; si no han
traído azúcar, dos terrones minúsculos no bastan para endulzar su té…
Entretanto van a los grandes teatros, encargan unos trajes magníficos y
frecuentan los restaurantes donde hay vinos franceses y se consigue trampear
ligeramente en las raciones. A su regreso se me ocurre que sus comentarios
deben crear en la imaginación de sus interlocutores una idea tan compleja
como absurda de lo que es la auténtica vida británica de hoy”.
La sociología habla también de un tipo de turista al que les gusta más
reconocerse en lo ya establecido por una postal que descubrir algo nuevo. Es
el turista que prefiere contar que ha estado en un sitio que el hecho de
estar en ese sitio. Y siente más aficionados a relatar sus visiones, siempre
muy relativas y superficiales, que a sondear la realidad del lugar en el que
se encuentran y a indagar en singularidades que cualquier lugar nuevo ofrece
a sus visitantes. Todo esto es verdad, pero la literatura enseña que debajo
de las normas está la incertidumbre, que no hay nada más imprevisible que la
normalidad y que cada corazón, como cada paisaje, esconde sus misterios. No
es sencillo distinguir entre viajero y turista, y en realidad cualquier
caricatura del turista puede convertirse también en una autocaricatura del
viajero. Y el placer de contar afecta del mismo modo al amigo que vuelve de
unas vacaciones que al escritor que indaga en la condición humana, o en los
peligros del consumismo, o en los misterios de la soledad. Contar un viaje
es la única forma de vivirlo por segunda vez, tomando conciencia de su
sentido. Los viajes programados, las personas programadas, los tópicos son
una materia flexible y llena de rincones singulares. El entusiasmo y el
desprecio necesitan siempre muchas explicaciones para ser convincentes.
Tiene razón Elías Canetti cuando sugiere que los buenos viajeros son
inhumanos: “uno mira, escucha y se le despierta el entusiasmo por las cosas
más espantosas solo porque son nuevas”. Pero tienen razón también Kant o
Kenzaburo cuando entienden el viaje como una experiencia de hospitalidad.
Todos estos matices respecto al viaje y a la condición humana son la materia
creativa que ponen en movimiento todos los años los Premios del Tren
“Antonio Machado” de Poesía y Cuento que convoca la Fundación de los
Ferrocarriles Españoles. Continúan la larga trayectoria marcada por el
Premio de Narraciones Breves “Antonio Machado”, instituido por Renfe en el
año 1977 y desde 1985 organizado por la citada Fundación. Después de 25 años
del Premio de Narraciones Breves, se convocó en el año 2002 la primera
edición de los Premios del Tren “Antonio Machado” de Poesía y Cuento. Este
certamen está consolidado como uno de los más importantes de nuestro país,
no solo por su dotación económica, sino también por su brillante trayectoria
y por el alto nivel literario de los autores premiados, nombres de mucho
prestigio en el mundo literario español e hispanoamericano. Los datos
certifican la vitalidad de este viaje cultural de largo recorrido. En sus
treinta y siete ediciones se han presentado al premio aproximadamente 40.000
escritores. Desde 1977 hasta esta última edición, que se falló en el mes de
octubre de este año, se han seleccionado y publicado 334 cuentos y 69
poemas.
La Fundación de los Ferrocarriles Españoles es una institución perteneciente
al sector público estatal. Tiene su sede en el Palacio de Fernán Núñez y de
ella dependen los museos del ferrocarril de Madrid y de Cataluña. En su
Patronato están representadas las principales empresas del sector público
ferroviario. La Fundación organiza múltiples actividades con el objetivo de
incrementar la participación del mundo de la cultura y de la sociedad en
general en la promoción del ferrocarril. Se produce aquí un viaje de ida y
vuelta: la Fundación invierte en cultura, porque la cultura ha concedido
siempre un notable protagonismo al tren. Pocos medios de transporte e
inventos de la modernidad han atraído a los creadores con tanta intensidad y
frecuencia como el ferrocarril. El universo que rodea cualquier ámbito de
los trenes ha despertado desde sus orígenes, ya hace más de 160 años en
España, los afanes creativos de poetas, narradores, fotógrafos, músicos,
pintores, escultores o cineastas.
Al poeta salmantino Juan Antonio González Iglesias, con el poema Un
centauro, y al narrador gaditano Felipe Benítez Reyes, con el cuento
“Eternamente, la ciudad eterna”, se le concedieron el pasado día 28 de
octubre los Premios del Tren 2014 de Poesía y Cuento. El acto, convocado en
el Palacio de Fernán Núñez, se enmarcó en las celebraciones del “Día del
tren”, efeméride que recuerda la inauguración de la primera línea de
ferrocarril que funcionó en la Península Ibérica, la línea Barcelona-Mataró,
hace ya 166 años. Para la concesión de los Premios se reunió un jurado
formado por la escritora Clara Sánchez, una reconocida e importante
novelista que ha recibido por su obra los premios Alfaguara, Nadal y
Planeta, a la que acompañaban Manuel Vilas y Alberto Ramos, ganadores de los
Premios del Tren del año anterior; por Luis García Montero y Jesús García
Sánchez, como coordinadores de los comités de lectura de poesía y cuento;
por Manuel Núñez Encabo, director de la Fundación Española Antonio Machado;
Juan Miguel Sánchez García, Ministerio de Fomento; Sergio Acereda y José
Luis Semprún, de la dirección de Comunicación de Renfe y Adif,
respectivamente, y actuando como secretario del jurado Juan Altares, gerente
del Área de Cultura y Comunicación Externa de la Fundación de los
Ferrocarriles Españoles. Los miembros del jurado destacaron la calidad de
las obras seleccionadas, por lo que no fue fácil decidir la distribución de
los galardones. Finalmente, y por mayoría de votos, fueron proclamados
ganadores Felipe Benítez Reyes en la modalidad cuento y Juan Antonio
González Iglesias en la de poesía. Se trata de dos escritores de amplia
trayectoria, reconocidos por la crítica y por los lectores. Sus nombres
engrandecen más aún el palmarés de este prestigioso Premio Antonio Machado.
González Iglesias es profesor de filología clásica en la Universidad de
Salamanca y traductor de clásicos latinos como Horacio, Ovidio y Catulo.
Como poeta, ha sido merecedor de algunos prestigiosos premios de poesía como
el de la Generación del 27 o el Loewe. Está considerado como un poeta
imprescindible en la poesía española de los últimos años.
Narrador, poeta, ensayista, el currículum literario de Felipe Benítez Reyes
también está repleto de reconocimientos públicos: entre otros, destacan el
Premio de la Crítica, Premio Nacional, Premio Nadal, Premio Ateneo de
Sevilla o Premio Fundación Loewe de Poesía. Autores de culto y de
reconocimiento oficial, estos dos magníficos escritores amplían su historial
con estos ambicionados Premios del Tren, pero su presencia también
incrementa el prestigio de estos.
El segundo Premio en Poesía recayó en el poeta madrileño Adolfo Cueto por
Bilocanción, y en Cuento para Manuel Moya por “Que amanecía”, dos autores
también conocidos y respaldados por una obra igualmente refrendada por su
calidad y premios. Los otros trabajos que merecieron accésit en la modalidad
de Poesía fueron “Ángulo muerto”, de Carlos Alcorta; “Pentámero”, de Aurora
Guerra Tapia; “Nunca aprendí a esperar los trenes”, de Manuel Moreno Díaz, y
“Alegoría del tren”, de Manuel Terrín. En lo referente al apartado de
Cuentos, los accésit fueron concedidos a “Irse”, de Carlos Castán; “Los
tipos duros sí bailan”, de Mercedes de la Vega; “Todas las vidas”, de
Ricardo Menéndez Salmón, y “Reflejo condicionado o réquiem por un tren de
cercanías”, de la autora cubana María de las Nieves Morales Cardoso. Todos
los miembros del jurado, como también los lectores del Comité de Selección
del Premio de este año 2014, mostraron su reconocimiento a la calidad de los
poemas y cuentos finalistas en esta edición. Enhorabuena a todos.
Los premios ganadores, tanto de poesía como de cuento reciben 6.000 euros
cada uno, mientras que los segundos clasificados reciben 3.000 euros y los
accésit 500. En el acto público de entrega participaron Pablo Vázquez,
presidente de la Fundación de los Ferrocarriles Españoles y de Renfe; Berta
Barrero, directora general de Operaciones de Renfe; Jorge Segrelles,
director general de Servicios a Clientes y Patrimonio de Adif; y Juan Pedro
Pastor, director gerente de la Fundación de los Ferrocarriles Españoles.
La hermandad entre el viaje y la literatura sigue abierta. Los testimonios
del pasado iluminan el camino. Cerremos esto prólogo con un buen ejemplo,
una composición del poeta chileno Pablo Neruda. Todo avance es un
alejamiento, todo progreso una pérdida, todo reencuentro una despedida. Es
la confesión última y decisiva de la modernidad, la melancolía de la palabra
contemporánea. Matices simbólicos de la experiencia viajera. ¿Somos
viajeros? ¿Somos peregrinos? ¿Exiliados? ¿Turistas? Responder supone mirarse
al espejo. Eso es lo que hizo Neruda al contemplar la Isla de Pascua.
Instalada durante tantos años en una pacífica soledad, la vio de pronto
invadida por los turistas. El poeta era uno más entre ellos, también viajaba
para observar las estatuas de Rapa Nui. El silencio de las colosales
estatuas lo interpela con la complicidad del océano Pacífico. Es el
caballero extraño, es decir, uno más, alguien que golpea las puertas del
silencio, pero se transforma a la vez en un turista. El poema pertenece al
libro La rosa separada:
“Yo soy el peregrino
de Isla de Pascua, el caballero
extraño, vengo a golpear las puertas del silencio:
uno más de los que trae el aire
saltándose en un vuelo todo el mar:
aquí estoy, como los otros pesados peregrinos
que en inglés amamantan y levantan las ruinas:
egregios comensales del turismo, iguales a Simbad
y a Cristóbal, sin más descubrimiento
que la cuenta del bar.
Me confieso: matamos los veleros de cinco palos
y carne agusanada,
matamos los libros pálidos de marinos menguantes,
nos trasladamos en gansos inmensos de aluminio,
correctamente sentados, bebiendo copas ácidas,
descendiendo en hileras de estómagos amables”.
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