Premios del Tren 2021,“Antonio Machado” de cuentos
Primer premio
“El pequeño olvido”
Andrea Stefanoni
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Raquel era maestra en mi escuela y vivía a cuatro calles de
nuestra casa. Una tarde le ofreció a mi madre llevarme en el
coche al terminar la clase. Ese día, atípico, me subí al coche
celeste de Raquel, la maestra de pelos revueltos y mirada
intimidante y desde el asiento trasero, elevado, del viejo
Citroën, mantuve mis ojos pegados a la ventanilla cerrada. De
repente, como en una transición por barrido pude ver que
estábamos pasando por la puerta de mi casa, pude ver el jardín
verde y florecido de las azaleas gigantes que tanto cuidaba mi
madre, y hasta creí verla a ella al sesgo pasando por el living
apenas iluminado por los últimos rayos de sol de la tarde.
Unas calles más adelante Raquel aparcó el coche, cogió su bolso
del asiento delantero, se arregló el pelo que tenía sobre la
frente, pude verla por el espejo retrovisor, cómo las personas
cambian su expresión cuando se miran al espejo, intentando que
les devuelva algo apenas aparecido a aquello que desean ver.
Raquel se bajó del coche, lo cerró con llave y pude observarla
subiendo la escalera exterior hasta el primer piso, revisar los
bolsillos, coger las llaves y entrar.
Yo sabía que algo no estaba del todo bien porque en efecto,
Raquel se había olvidado de llevarme a casa. También podía
imaginar que mi mamá estaría nerviosa esperando porque se había
pasado mi horario de regreso. Pero no dije nada. Me quedé sin
moverme, en la misma posición en la que estaba antes, cuando el
coche avanzaba. Me quedé así por minutos, por horas tal vez,
podía ver por la ventanilla partir los trenes de la estación que
quedaba frente a su casa. Los que salían y los que llegaban, y
entre medio de las vías asomaban unas flores extrañas. Me sentía
bien en ese coche cerrado con llave mirando la estación. De
niños solemos tener pensamientos curiosos, solo que no los
podemos descifrar o poner en palabras, pero así y todo, después
de años, esos pensamientos revueltos e ingenuos salen a la
superficie y se acomodan, encajan perfectamente como para pensar
ahora, años después, que aquel olvido, que el olvido es una
forma hermosa de libertad, como aquellos trenes, como aquellas
flores raras, como aquellas personas que a paso ligero se
cruzaban unas con otras ignorando que tras el vidrio de un coche
alguien los observaba en silencio.
Estaba en medio de todo eso cuando el ruido de un portazo me
hace girar la cabeza hacia la casa, y puedo ver a la maestra
bajando las escaleras a toda prisa, correr hacia el coche,
asomar la cabeza frunciendo el ceño, los ojos desquiciados y
relajarse al ver que yo, la niña tonta, seguía sentada en el
asiento de atrás.
Al abrir la puerta comenzó a decirme, con la voz quebrada por la
desesperante sensación de haber podido perder a una hija ajena,
que por qué no le había dicho nada, que por qué había viajado
todo el camino sin decir una palabra. Que cómo podía ser que si
había visto cómo ella se bajaba del coche y lo cerraba con llave
me había quedado callada mirando. No pude responder. Después de
todo la responsabilidad de dejarme en mi casa, hablara o no
hablara yo, era de ella. Después de todo no era mi tarea
recordarle que iba en su coche. Después de todo, la soledad no
es tan fea si hay trenes y nubes revueltas como el pelo de la
maestra, y estaciones y gente de prisa y una niña, que ya no soy
yo, viajando en ese tren, y otra, otra nueva, mirando a través
de la misma ventanilla, y otra madre esperando en casa, y otros
ojos, y otras flores.
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