Premios del Tren 2019,“Antonio Machado” de cuentos
Primer premio
“Inbox”
Almudena Ballester Carrillo
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Este día no quería llamarse martes, pero no le quedó otro
remedio. Martes de ida y vuelta, reuniones de trabajo, distintos
acentos, deberes y actas. Prefiero no pensar en que tampoco hoy
he logrado guardar un rato para caminar por el barrio gótico,
como me había prometido. Me subo al tren en Barcelona dispuesta
a tragar rail, tiempo y paisajes.
Busco mi asiento. Me he asegurado de reservar ventana, creo que
no podría sobrevivir a tantos trayectos si no existieran las
ventanas. Cada par de segundos una diapositiva, cielo nuevo, tal
vez una mano saludando desde un puesto en mitad de un sembradío.
Píldoras fugaces de encanto.
Tú ya ocupas tu plaza. Es posible que lleves aquí un rato largo,
tienes el ordenador abierto, pareces estar trabajando y sonríes
educado al dejarme pasar. Eres, por un breve espacio de tiempo,
un completo desconocido. Yo también extiendo mi mesa, abro el
libro que me propongo terminar de leer y en perfecta sincronía,
el tren comienza a despegarse de la estación de Sants.
Pronto descubro que mis intenciones son volátiles y duran apenas
veinte kilómetros. No logro concentrarme en los últimos
capítulos de esta novela, en serio contraste contigo, que
tecleas poseído por la tenacidad. La separación es mínima en
centímetros, en cambio podrías situarte a kilómetros en mundos.
Hay algo en ti que me provoca. Puede que sea ese absoluto
desinterés por mantener tu actividad en privado o bien las gafas
de personaje romántico que llevas puestas. Careces de timidez o
recelo profesional, bien seguro de que el resto de los que
poblamos este tren solo somos circunstanciales y anónimos, meros
actores de reparto. Sustancia incorpórea. Te estoy viendo
redactar un correo y estás dejando abajo un saludo estándar al
que sigue tu propia firma: Ramón Galvaró, de Ikarya Ibérica.
Casi sin darme cuenta, leo tu domicilio fiscal e incluso tu
eslogan caro y feliz, en un par de idiomas potentes. En unos
minutos, acumulo tantos datos sobre ti que pasas sin querer a mi
agenda de contactos. Entonces decido escribirte. Anotar, en los
márgenes de este libro que simulo leer, todo lo que nos ocurre
en este tren, compañero de asiento.
Hola, Ramón Galvaró. Vas a mi lado y te leo entero. Usas
programas oficinistas básicos. Envías copias, respondes correos,
frunces el ceño y tecleas con tu par de dedos eficientes. Actúas
como todo un profesional altamente cualificado, uno que encaja
tan, pero tan bien en este AVE ejecutivo, que dan ganas de
llorar de emoción. De levantarse y aplaudir.
De momento, sigo ajena y transparente para ti. Una chica que lee
y anota, como podría estar durmiendo, especulando o
transpirando. En cambio, observo y te escribo y este rasgar del
papel con el lápiz, tú, Ramón, ni lo percibes, porque llevas
unos auriculares inalámbricos último modelo. Los mismos que te
mitigan el zumbido de la CPU y el sonido del teclado a pleno
rendimiento. No dejas de redactar. Y yo me entero de todo,
porque leer es muy fácil y el viaje es largo y yo no quiero
abrir mi propio ordenador. Prefiero leer de reojo el tuyo, Ramón
Galvaró. Tienes la bandeja de entrada perdida de mensajes sin
leer. Doscientos treinta y ocho, nada menos. Yo debo de tener
unos pocos también, pero no los pienso abrir mientras tú vas a
mi lado, Ramón. Uno de los dos tiene que dejar de trabajar ya.
De vez en cuando disimulo, Ramón. Dejo de anotar y finjo que me
concentro en el argumento, justo cuando cambias de posición y
temo que te esté intrigando que escriba así. Es una idea tonta,
porque lo más probable es que busques inspiración: sé bien lo
que supone componer decenas de correos similares, uno se acaba
aburriendo. A mí me funciona levantar la cabeza y enfocar un
instante hacia el paisaje. Me encantaría revelarte esta táctica,
compañero, sospecho que no le das una oportunidad. En un intento
de que te vuelvas simbiótico, cierro la novela y giro la vista a
mi izquierda. Por la ventana detecto nubes que van a caer fuerte
en estos kilómetros. Cultivos que van a agradecerlo, charcos que
se van a formar en esos senderos. Todo lo que vamos a dejar
atrás mientras avanzamos hacia una estación mucho más seca, la
de Atocha. Qué bonito sería atravesar una tormenta abundante con
rayos y truenos y poder decir en voz alta “menudo aparato
eléctrico, qué barbaridad” y que tú no tuvieses más remedio que
volver tu mirada, humeante de cifras y algoritmos, a la lluvia
que cae fresca y despreocupada de las muchas diferencias que
separan a los acentos humanos, Ramón.
Cuando vuelvo a mis anotaciones te descubro agitado. Qué te está
sucediendo, Ramón Galvaró, cuando todo parecía tan armónico en
este tren. No salen los mensajes de tu buzón, le das una y otra
vez al botón de enviar, te falla la conexión y la paciencia. Las
zonas de sombra inalámbrica y rural se regodean así de los
soldados de la red como tú.
Tu inquietud me contagia. Tengo que leer ahora más seguido, no
me detengo, paso páginas como si la trama me absorbiera,
compañero. Me has obligado a simular con más ahínco: intranquilo
porque no puedes perder el tiempo, no dejas de echar ojeadas a
la portada de mi libro y a mi cara de concentración. Quizá te da
envidia mi independencia electrónica. O tal vez solo miras hacia
un lejano punto kilométrico, buscando el porqué de esta brecha
digital. Calculando el tiempo que aún nos queda y que sigue
siendo mucho, Ramón. La culpa la tiene tu bandeja de salida, tu
bandeja perezosa de salida, tu muy probablemente desconectada
bandeja de salida, donde tienes un par de asuntos que no
consiguen arrancar.
Pero ay, mira que bien, justo cuando los mensajes lloran y el
universo chirría de preocupación, a ti te está sonando el móvil.
Te suena el móvil, Ramón.
Lo escuchas a la tercera. Por fin te quitas esos auriculares de
última generación y atiendes la llamada. Te levantas, dejas el
asiento, te encaminas al coche-bar y yo, como una terrorista de
la privacidad, echo una ojeada larga y pulcra a tu bandeja de
mensajes que no salen. Son tres y tiemblan de ansiedad, Ramón.
Cómo les urge ser enviados, leídos y clasificados, pobres míos.
Dos son respuestas y uno es propuesta. Podrían formar un trío
musical. Es sorprendente que no pienses en su desnudez. En cómo
los expones a ojos ajenos y lo incómodos que puedan sentirse
ellos. Seguro que no eres padre: no me acabo de explicar por qué
consideras inofensiva a tu compañera de asiento, una presencia
inocua, incapaz de coger ahora mismo tu portátil y
secuestrarlos.
De repente, ocurre un prodigio: mi campo de visión registra un
correo nuevo. Me maravillo de que tu ordenador no sea capaz de
enviar mensajes y en cambio sí de recibirlos. Esto, casi seguro,
tiene una lectura en clave filosófica y hasta empresarial y creo
que deberías hacerlo mirar, Ramón. Tu nueva interlocutora se
llama Catalina Rainz, según reza la tarjeta flotante. Veo su
misiva, la leo, describo y despiezo y hasta podría dibujar lo
que me inspira, un triángulo escaleno. Eso me inspira el mensaje
de las 19:38 que llega al punto geográfico exacto Espluga de
Francolí viajando en datos hasta este AVE que nos une,
exactamente hasta el asiento 7C del coche 16, más en concreto, a
este monitor tuyo algo obsoleto. Ese mensaje de tu contacto
Catalina que es un recibí de vuelta. Qué cursi, Ramón, nadie
utiliza ya la palabra recibí, tienes que revisar tus amistades.
O mejor dicho tus clientes, o tus contactos negociosos; es
urgente que les hagas un test de adaptación lingüística y los
clasifiques en distintas bandejas de entrada, y no esas que
tienes ordenadas por números, fechas y nombres de empresas.
Tardas en volver. Observar tu sitio vacío y tu bandeja de
entrada llena no me ayuda nada. Era más estimulante cuando al
menos te escuchaba teclear. Esa música acompañaba bien mi
imaginación, me hacía mirar de vez en cuando hacia el exterior
trazando un plan de vida alternativo para ambos. Ante tal falta
de futuro, me rindo y opto por darle una oportunidad a la
película que nos regala hoy Renfe. Tiene tintes bélicos. No se
adapta nada bien a lo que deseo para un viaje de vuelta así,
pero sospecho que a ti te distraería mucho. Y también te la
estás perdiendo, Ramón.
De improviso, sucede que mientras tú estás en otro vagón
hablando por teléfono, mientras estás en la cafetería y quizá
también, Ramón Galvaró, te estás preguntando si te tomarías algo
con alguien al azar en la anodina y práctica cafetería a pie de
un tren, tus mensajes, entretanto, se han enviado.
Se han enviado, Ramón.
Ya no están en tu bandeja de salida. Los datos desordenados se
han alineado para empujar al mundo tus propuestas y ahora ese
monitor arcaico me muestra un panel en blanco. En cambio, en la
bandeja de entrada te han aparecido dos mensajes más. Ahora
tienes doscientos cuarenta sin leer, Ramón. Pronto serán un
ejército.
Haz algo.
Pero no lo hagas ahora, desde esa cafetería de plástico. No los
respondas desde el móvil al tiempo que te tomas un café sin
alma. Eso me entristecería horriblemente.
Ahora, por favor, vuelve.
Porque tu ordenador no está a salvo. Lo estoy observando con
demasiado detalle, yo. Con integridad científica.
Ramon.Galvaró@ikarya.es,
que eres tú, tiene la bandeja de salida, oh, despoblada. En
cambio la de entrada.
¿Y si te enviara un mensaje, Ramón?
Y si, en tu acosada bandeja de entrada apareciera de súbito un
mensaje nuevo, recién nacido con su letra en negrita; un mensaje
aspirante, de una tal Alma Cross —que se sienta a tu lado en el
AVE que partió de BCN a las 19:00, pero es un dato que tú
ignoras— y te dijera algo así como “Mira un rato por la
ventanilla, Ramón Galvaró”, solo eso, con una firma:
Alma Cross, Trieste Design, España.
Yo.
Y entonces tú,
Ramón Galvaró de Ikarya Ibérica,
miraras en efecto por la ventanilla.
Muy asombrado.
Y luego volvieras la vista a todas partes. A todas, Ramón. Menos
a tu asiento izquierdo. Algo mosqueado o puede que incluso
avergonzado, sintiéndote víctima de un timo electrónico, un
phishing, esas lacras de la mensajería. Puede que entonces, con
ese orgullo tuyo que ya te voy conociendo, enviaras sin más mi
mensaje a otra bandeja, en concreto a la papelera. Puede ser,
Ramón. Qué pena, compañero.
Pero nada de eso va a suceder. Porque tú, tras recibir mi
mensaje —de la mujer que viaja a tu lado en el AVE y que, como
tú, tiene un ordenador con el cual puede trabajar mientras se
desplaza, pero no lo hace—, lo vas a dejar correr. Volar.
Disolver. En el espacio que se sitúa justo entre el mensaje
doscientos cuarenta y doscientos cuarenta y dos de tu bandeja de
entrada, tú, Ramón Galvaró, vas a obviar tan bonita e inocua
propuesta. Porque en el período en el que yo te envío mi amable
mensaje y tú lo dejas languidecer en ese agujero negro, allí se
quedará inadvertido, enterrado, como se entierran varios
centenares de correos de trabajo cada día. Así. Y llegaremos a
Atocha y tú, Ramón, no habrás mirado por la ventanilla como yo
te sugería.
Se acaban mis tácticas, Ramón. Me vence la pereza y me planteo
yo misma abrir el portátil, para que al menos mi propia bandeja
de entrada no tenga nada que reprocharme mañana. Una derrota en
toda regla.
He dejado de anotarte en mi libro. Ahora tengo tres documentos
de texto abiertos, una hoja de cálculo organizada y lista para
devorar registros y el programa de diseño en modo edición. Pero
me faltan las fuerzas para dejar de mirar hacia tu asiento
desocupado y tus constantes ventanas emergentes que me informan
de lo que la gente, tus contactos, quiere hacer contigo en los
próximos días: Discutir previsiones de facturación. Programar
envíos. Firmar albaranes y notas de entrega. Qué fascinantes tus
previsiones numéricas contra mi loco escribirte furtiva y sin
red, con el riesgo de que vuelvas y no mires por la ventana,
según el plan que teníamos, sino que esta vez mires tú a mi
ordenador y te fijes en que en uno de mis documentos tecleo sin
parar y qué casualidad, estoy escribiendo ahora tu nombre.
Pienso en la vergüenza que pasaría durante la hora y cuarto que
queda de trayecto si tú intuyeras —si descubrieras— lo que está
pasando en el asiento 7A. Creo que cerraría de golpe el monitor,
un zas sonoro, Ramón, sin contemplaciones, la cara hirviendo,
muy roja. Mi especialidad es bullir en silencio cuando noto que
he metido la pata hasta la axila. Que tus ojos entrenados en
sumar registros y asientos contables me delataran sería un
desastre, Ramón.
Así que disimulo y sigo dibujando mis paneles verticales y mis
iconos e imágenes resaltadas en amarillo para que cuando llegues
te enteres —un poco— de cómo entrego la vida al mundo yo. Cómo
gasto el presupuesto de la empresa que me envía —también, sí,
como a ti— a visitar sedes y clientes y proyectos y luego me
exige informes y conclusiones que no guardan relación alguna con
mis propósitos en realidad, Ramón Galvaró. Podrías darte cuenta,
si echaras una ojeada a mis manos, mientras ellas teclean datos
incontestables, de lo poco que tiene que ver el aspecto de mi
traje con mis quimeras personales.
Ya ni siquiera amenaza tormenta. Tampoco luce un sol como para
querer apoyar la mejilla contra el cristal y cerrar los ojos
mientras la luz nos dibuja sombras de fotogramas en la cara.
Hemos alcanzado un kilometraje soso y triste, como las miles de
horas perdidas en los trenes laborables. Casi me están entrando
ganas de redactar las actas de las reuniones que he tenido hoy.
Si al menos vinieras a hacer un par de comentarios sobre
cualquier cosa obvia, Ramón y me ayudaras a pasar este trago.
Pero la realidad es un bulldog testarudo y el hecho es que la
conversación que prefieres te mantiene lejos de este asiento.
Sigues hablando por teléfono en otro lugar y ahora veo que, en
una segunda ventana emergente —qué despliegue de ventanas que no
son la correcta— has dejado otro mensaje interruptus.
No me puedo quedar descifrando tus correos para siempre,
compañero. Haz el favor de volver.
Oh.
Qué acaba de ocurrir, Ramón Galvaró. Tras un número exagerado de
minutos, has vuelto, te has sentado y un instante después me has
hablado. He tenido que dejar de escribir porque me parecía que
podrías estar interpretándome, Ramón. Una posibilidad
ferroviaria de que estuvieras, en efecto, sabiendo que te
escribo. Me has preguntado si sé si este AVE se detiene en
Zaragoza. En realidad, tú has dicho “si este AVE para”, porque
tú eres un hombre práctico y coloquial y prefieres las palabras
cortas.
—No —te digo—, la verdad es que no lo sé.
—Si no parara en Zaragoza —me dices— podríamos movernos a otro
asiento, porque el tren está medio vacío y así estaríamos más
cómodos.
Estar más cómodos. Cambiar de asientos. Tener intimidad, pero tú
la tuya y yo la mía, Ramón, eso me estás diciendo con tus ojos
ejecutivos y apurados. Sabes, ves, percibes que necesito espacio
y reclamas el tuyo. Qué completa desilusión acaban de sufrir mis
células, Ramón. Quieres separarte y ni siquiera hemos pasado una
hora juntos. Se acumulan los fracasos en esta relación que
estamos construyendo, Ramón, y no habrá terapia de pareja que la
salve, me temo.
Tú empeñado en los hechos.
Yo empeñada en los síntomas.
Flotando por encima de todo, las señales, sin atreverse a
hacerse corpóreas y caer encima de uno de los dos, el más
decidido.
No me ha quedado más opción que desistir. No te seguiré
escribiendo. Voy a trabajar como trabajan los seres humanos en
circunstancias semejantes, desplazándose por raíles entre dos
principales ciudades, cuidando de sus asuntos y sus negocios y
solo un poco, de su propio orgullo. Voy a trabajar mientras el
universo canta himnos de alabanza al trabajo bien hecho.
Mientras las fábricas terminan un turno solo para que pueda
empezar otro, así.
(…)
Apenas faltan quince minutos para que lleguemos a Atocha.
Hemos devorado kilómetros y árboles y por supuesto, el tren se
ha detenido en Zaragoza, muy poco tiempo después de que
cruzáramos las únicas palabras que sostuvieron nuestra amistad,
Ramón. Todos los espacios de este tren se han ocupado donde
debían y se han abierto algunas pantallas azules más. Nunca
llegó a llover con furia y tampoco te envié el mensaje para que
miraras por la ventana, aunque estuve cerca. Abrí el programa de
correo y redacté deprisa, mientras tú parecías preocuparte más
que nunca por esos mensajes que te estaban colonizando la
bandeja Inbox a un ritmo trastornado. Eché una ojeada al paisaje
cambiante, desapercibida en un mar de indiferencia, y luego
borré mi propuesta. Había caído sobre mí un olor a realidad
incontestable, denso como la certeza, amarillo de aburrimiento.
Se me pasó la locura espía y cualquier otra locura, porque asumí
que no éramos más que un proyecto fallido de cualquier cosa.
Parecido a presentar una nueva campaña y que el diseño falle por
completo. Cuando la teoría del color se pega con el objetivo de
la marca: tan mal.
Aprovecho estos últimos minutos para volver a la novela. No se
merece este abandono, es una buena historia, una verosímil y
convincente. En un segundo fugaz, no puedo resistirme a dejar
anotadas otro par de coordenadas tuyas: el reloj que ya no luces
en la mano izquierda, la corbata que te ha dado tiempo a
aflojar. Pero lo hago tan solo porque creo en el método
científico. Al lado de estos detalles me escribo a mí misma: te
equivocaste de asiento, Alma.
El tren anuncia llegada. Ya has guardado tu portátil y los
auriculares y te has puesto la cara de querer llegar al hotel.
Te imagino escribiendo correos hasta la una de la mañana, serio,
con esa manera rara que tienes de ser guapo con gafas. Casi me
da hasta la risa. Yo recojo todas mis pertenencias, empaqueto la
fantasía y también la desidia y me preparo mentalmente para la
cola de taxis.
Entonces tú, tras hacerme un gesto por si quiero que me bajes la
maleta del compartimento, sí, quiero; cuando ya todo está
colocado y funciona como se espera y el AVE al fin termina su
trayecto, vuelves a hablarme.
—¿Me permites una pregunta?
Asiento, sorprendida, casi con una mueca más que una sonrisa.
Mis ojos parpadean sin querer, pero enseguida recuperan el foco.
Es posible que tú también tengas la necesidad humana de
informarte de algo.
—¿Todos los libros los marcas así? —señalas con la cabeza a mi
novela, aun no guardada en el bolso.
Cómo no morir de sonrojo.
—No, solo los que me impactan.
No te voy a explicar el por qué. Siento que me miras como se
mira a un ser insólito.
—¿Me lo recomendarías, entonces? Me vendría bien una lectura
estimulante estos días.
Creo que he abierto la boca de la sorpresa. Estímulos, me
demandas ahora. Por un instante estoy a punto de regalarte el
libro, pero recupero la cordura y el recuerdo de los márgenes
llenos de comentarios sobre ti.
—La verdad es que no. No creo que te gustara nada.
Te he mentido. El libro está muy bien. Un cruce entre novela
negra y thriller político, con su toque de hondura y
sensibilidad, por qué no iba a gustarte. Además, está lleno de
referencias al cine y a la música de los noventa y apuesto a que
tú comenzaste a vivir de verdad en esa década, Ramón. Al
contrario, te encantaría. Lo sé y me siento fatal. Pero cómo
arriesgar que quieras saber un poco más, me pidas que te permita
echar una ojeada, lo abras por cualquier página y me leas tú a
mí esta vez. Completa y desnuda. Que descubras las decenas de
veces que en los márgenes y huecos aparece tu nombre y el de
alguno de tus clientes y el de tu empresa y esa fantasía
ridícula, mi desafortunado intento silencioso para que detengas
tu actividad febril y logres respirar un rato.
Me has puesto una cara entre divertida y desilusionada. Yo he
guardado rápida la novela en mi bolso enorme, haciendo un
comentario tonto sobre la puntualidad de los trenes para evitar
tus consultas literarias.
Me acompañas —es un decir— hacia la salida. Por el laberinto de
rampas, pasillos y escaleras mecánicas te miro de reojo. Juraría
que sonríes, pero no sé cómo interpretarte bien, ahora que no te
da en la cara el reflejo del monitor. Algo tiene la luz de las
estaciones de tren que nos confunde las certezas.
La fila ordenada de viajantes que son como yo, que son como tú,
obedece a las leyes naturales de la física de partículas. Nos
agrupa por rangos de velocidad y energía y así, llegan antes a
la cola de taxis los más apurados y fundamentales, entre los
cuales me extraña no encontrarte. Te has quedado bastante atrás,
observé que sacabas de nuevo el móvil e incluso te detuviste
para teclear uno de tus mensajes. Parecías de nuevo nervioso,
Ramón, como si fueras a perder un enlace. Pensé que recuperarías
luego el paso. Igual te esperaba algún contacto, igual no era tu
parada final.
Llego a casa. Dejo, cansada, el maletín y el bolso sobre el
sofá. Quiero acostarme, terminar la novela, poder declararme en
ruinas, encargar algo de cena, todo a la vez. La rutina se
vuelve anodina y seca, como corresponde a la mitad de una semana
laborable y madrileña.
Entonces.
Una notificación roja parpadea en la pantalla táctil.
Es el correo electrónico. Mi bandeja de entrada.
Tengo un presentimiento, casi un vuelco. Sé que eres tú.
“Hola, Alma Cross. No podía mirar por la ventana. Durante estas
dos horas de viaje me resultó imposible. Pero te prometo que a
mi vuelta miraré por la ventana durante al menos, una hora.
Tomemos algo y me cuentas de qué va ese libro tan interesante.
Firmado: Ramón Galvaró.”
Pero no. No eras tú.
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