Premios del Tren 2014,“Antonio Machado” de cuentos
Primer premio
“Eternamente, la ciudad eterna”
Felipe Benítez Reyes
|
|
Pedro Villalba fue profesor de latín hasta su jubilación, que
le llegó anticipada por sus problemas de vista, pues la diabetes
fue robándosela hasta reducirle el mundo a un contorno nublado.
Veía siluetas y borrones, máculas luminosas, indefinido lo
definido y oscilante lo firme, de modo que el mundo se le
deslizó poco a poco hacia los adentros, por necesidad de algún
sitio en que asentarse, y se volvió meditabundo.
En su memoria repleta y ociosa resonaban sus autores de siempre,
los que se sabía al dedillo: allí estaba Lucrecio, avisando de
que en cualquier lugar del mundo, y al mismo tiempo, en una
sincronía implacable de paradojas, triunfa y muere la vida; por
allí andaba Tibulo, rogándole a la muerte que apartase de él sus
manos codiciosas o haciéndose eco del martirio de Tántalo, el
sediento ante las charcas; allí reverberaba Ovidio, con sus
fábulas de mutantes; allí estaba Fedro, envidioso de la fama de
Sócrates, a pesar de la mala muerte del ateniense; allí, en su
memoria, estaba Lucano, despectivo ante la pervivencia colectiva
de las glorias militares de Julio César; allí arañaba Marcial
con sus estiletes de punta envenenada… Allí estaban todos, en
fin, murmurándole en un idioma muerto. Y con aquello echaba
atrás las horas consigo.
Su hijo Horacio, que vivía con él, lo sacaba alguna que otra
tarde a pasear: la calle como un caleidoscopio, como la jungla
de los fogonazos imprecisos. Y una voz de quién que lo saludaba.
Y la intensificación de los olores. Y la alegría de reconocer
algo, el perfil de algo: “¿Eso no es…?” Y lo era o no lo era,
pero su hijo le decía siempre que sí, menos por compasión que
por no tener que dar explicaciones.
Desde muchacho, el sueño principal de Pedro Villalba había sido
el de viajar a Roma, pero, entre cosa y cosa, en sueño
postergado fue quedándose, y como un sueño vano lo daba ya,
sobre todo desde que murió su mujer, cuya ausencia no le
aliviarían ni todos los poetas del mundo latino puestos en fila
y recitando consuelos melancólicos sobre la fugacidad de las
cosas y sobre la vanidad de fondo del vivir. Aunque él no
alcanzara a distinguirlos, ella le hubiese descrito sobre la
marcha los prodigios de Roma y él, a falta de precisión en los
ojos, los hubiera admirado con el soporte de su fantasía
documentada, como un sonámbulo por su casa a oscuras. Pero el
caso es que ahí seguía Roma, lejana y siempre en él, concreta y
mítica, envuelta en la bruma de los lugares que existen más en
la imaginación que en los mapas: una Roma ingrávida y
artificial, reducida en la percepción del profesor Villalba a
una escala de maqueta minuciosa: las ruinas y las fuentes, los
palacios y los jardines, los museos y las basílicas, ya que
cualquier ciudad imaginada cabe a fin de cuentas en una tarjeta
postal o en el óvalo de un camafeo. “Pensar que voy a morirme
sin ver Roma…”, y su hijo le replicaba que había cosas peores.
Horacio Villalba no había heredado de su padre la fascinación
por el recio latín ni de su madre la atracción por las
abstracciones estrictas de las matemáticas, de las que fue
profesora. Abandonó la carrera de magisterio antes de terminar
el primer trimestre y se dedicó a inspeccionar parte del mundo
con un equipaje filosófico de psicodelia y de orientalismo, con
escalas en Londres y en Corfú, en Ibiza y en Ámsterdam, en
sitios inesperados y en sitios impensables incluso para él, Roma
incluida, a lo que fuera saliendo. Creyó luego que lo suyo eran
los negocios y abrió un bar de copas tardías en la calle Manuel
Rancés que atraía a partes iguales a los noctámbulos y a los
acreedores, pues se daba una maña incorregible para gastar más
de lo que ganaba, que es mala ciencia. No sólo derrochaba lo que
conseguía ganar, que se le iba de la cartera como por
ilusionismo, sino también la pensión de su padre, que andaba
desentendido desde hacía tiempo de las cuentas, absorto él en
sus rememoraciones de poetas líricos y de emperadores
inclementes, resignado a una dieta de comida enlatada y de sopas
de sobre.
Una tarde, Horacio Villalba se cruzó por la calle con Ramón
Ezpeleta, el director del colegio San Felipe Neri, que era en el
que Villalba había dado clases durante casi treinta años. “¿Cómo
está tu padre?”, y Horacio Villalba le dijo que bien, con sus
chaladuras y con su queja recurrente de morirse sin ver Roma, a
pesar de no verse ya ni las manos. “¿Sigue con eso? Pues habría
que pensar en…” Y lo que pensó Ezpeleta fue lo siguiente: hacer
una colecta entre los profesores para pagarle a su excolega casi
ciego, a modo de homenaje corporativo, un fin de semana para dos
personas en aquella Roma que el jubilado llevaba décadas
entreteniendo en sus imaginaciones. Hubo profesores, en especial
los más veteranos, dispuestos a desembolsar el donativo, pero
hubo otros que no, alegando la escasez del sueldo, de manera que
el claustro acordó organizar la rifa de un equipo estereofónico
y, con la ganancia, sufragarle el viaje al viejo profesor y a su
hijo Horacio, que le haría de lazarillo por una Roma al fin y al
cabo de irrealidades: una ciudad narrada. Y así se hizo: se
repartieron las papeletas entre los alumnos para que las
vendiesen entre sus familiares y, al final, pagado el coste del
regalo, y con una aportación extra por parte de la dirección del
centro, se consiguió dinero suficiente para cumplir el objetivo,
aunque el hotel que tuvieron que eligir no era ni muy céntrico
ni prometía suntuosidades, aunque este segundo detalle iba a
darle ya un poco lo mismo al profesor Villalba.
Ezpeleta, en compañía de una representación del claustro de
profesores, fue una tarde a entregarle solemnemente a Villalba
los billetes de avión y los bonos de hotel, así como una metopa
con la efigie esmaltada del santo tutelar del centro: “Un
pequeño detalle. En agradecimiento a tantos años de trabajo”, y,
en mitad de su discurso, deslizó Ezpeleta una frase en latín que
animó la sonrisa de Villalba, que la respondió, también en
latín, con una cita de Cicerón, lo que dejó in albis no sólo al
profesor de física y química que era Ezpeleta, que se había
aprendido aquella frase de memoria para dar un poco de barniz a
la ocasión, sino también al resto del séquito académico.
“¿Nos vamos a Roma?”, y en aquella pregunta se mezclaba la
incredulidad con el desasosiego. Horacio Villalba alegó que no
podía cerrar el bar así como así. Que un fin de semana le venía
fatal. “Ve con la tía Rosita”, le sugirió.
Rosa Villalba era la hermana pequeña de Pedro Villalba. Vivía en
Lebrija y era viuda de un tratante de maquinaria agrícola que le
había dejado varias fincas urbanas y media docena de pequeñas
fincas rurales, de cuyos arrendamientos vivía con holgura,
aunque con la razón un poco en precario, ya que llevaba al menos
una década asegurando a quien quisiera escucharla que mantenía
conversaciones con los difuntos. Al parecer, algunos espíritus
se limitaban a charlotear con ella con el mismo grado de
intrascendencia con que charlotean los vivos entre sí. Otros, en
cambio, le hacían revelaciones proféticas, y esos eran los
peores, pues la ponían en un vilo de esencia medio cómica y
medio sagrada.
“Tu tía no está ya para ir a ninguna parte. Ella sólo tiene
amistades en el Averno”. Y volvía Horacio Villalba a su
argumento principal: “Pues yo no puedo cerrar el bar un fin de
semana”. Y añadía que Roma, donde él había pasado un día y
medio, tampoco era para tanto.
Al final, padre e hijo acordaron cancelar el viaje; el padre
porque ya estaba resignado a la postergación infinita de su
sueño y el hijo porque no podía cerrar durante un fin de semana
su bar de copas, como ha quedado dicho. Horacio Villalba fue una
mañana al colegio para ver a Ezpeleta y devolverle los billetes:
“Dice mi padre que le vendría mejor el dinero”. A Ezpeleta le
cayó mal que el antiguo profesor de latín hubiera decidido
canjear la realización de su gran fantasía por unos billetes al
fin y al cabo mezquinos, pero le dijo a Horacio que iría a la
agencia de viajes para gestionar la cancelación. Al final, sólo
le reintegraron el 60% del importe, pero a Horacio Villalba le
pareció bien.
“El martes vamos a ir a Lebrija a ver a la tía Rosita”, le dijo
Horacio a su padre, y a su padre no le pareció ni mal ni bien.
Sabía que su hijo aspiraba a la herencia de ella, lo que tampoco
le parecía ni mal ni bien. De modo que el martes, a primera
hora, padre e hijo se encaminaron a la estación y cogieron un
tren. Por el camino, Pedro Villalba se acordó de unos versos de
Virgilio que tradujo en segundo de carrera:
Ille deum vitam accipiet divisque videbit
permixtos heroas, et ipse videbitur illis,
pacatumque reget patriis virtutibus orbem.
Cuando llegaron a la estación de Lebrija, allí estaba
esperándoles, con esa mirada inmóvil propia de quienes deambulan
menos por nuestro mundo que por los trasmundos, Rosa Villalba,
acompañada de su criada de casi toda la vida. “¿Cómo estáis?”
Horacio Villalba le dijo, con el tono de los cobistas, que no
tenía que haberse molestado en ir a esperarlos a la estación y
ella le replicó que iba adonde le daba la gana, ya que solía
permitirse esas asperezas con su sobrino, por saber de sobra que
andaba sobándole la voluntad para que lo nombrase heredero.
“¿Tú te ves capaz de mantener una conversación sobre Roma con
Virgilio?”, bromeó Pedro Villalba. “No lo sé. Anoche estuve
hablando con papá”, le respondió ella. “Me dijo que va a verte
muy pronto”.
Volvieron en el último tren. “Cuando estuviste en Roma, ¿viste
el Coliseo?”, y Horacio Villalba le dijo que no. “Pues te
perdiste algo grandioso”.
Durante el resto de sus días, que no fueron muchos, Roma siguió
siendo para Pedro Villalba un sueño difuso, un foro recorrido
centenares de veces con la imaginación, un Coliseo reconstruido
centenares de veces con la imaginación, una figuración estática:
ese diorama irreal en que resonaban aún los pasos del alegre
Plauto, los pasos reflexivos de Plotino al dirigirse hacia su
escuela de filósofos, los pasos vanagloriosos de los
emperadores, camino de la inmortalidad y de la nada.
Pedro Villalba murió de su muerte hace apenas dos años y creo
que no resulta exagerado afirmar que con él murió otra parte de
la historia de Roma, que no para de morir. .
|