XXV Premio de narraciones breves "Antonio Machado" (2001)
Premio
"sesquicentenario de la línea Madrid-Aranjuez"
(1852-2001)
Primer premio
Fuera de combate
Nino Quevedo
Nació en Madrid y es licenciado en Derecho, su
trayectoria profesional se ha centrado en la literatura y el
cine. Ha obtenido premios como el Sésamo, Ciudad de
Irún, Hucha de Oro y de Plata o Puente de Ventas. En su
haber se cuentan también dos novelas publicadas y el haber
sido varias veces finalista del Antonio Machado.
El olor del linimento le
enervaba. Grifo tenía unas manos poderosas y expertas que le
recorrían los muslos sabiamente, buscando los nudos de los músculos,
los puntos donde se acumulaba el cansancio que iba deshaciéndose
como azúcar bajo la presión firme y suave de aquellos dedos
chatos, pero duros y eficaces como los pistones de un motor de
alta competición.
Acababa sintiendo sueño, una
laxitud que le envolvía dulcemente mientras Grifo repetía los
consejos de costumbre. Pero ahora no podía dormir. El combate
anterior estaba a punto de terminar. Los gritos y los aplausos
del público llegaban de pronto, a ráfagas, entre largos paréntesis
de silencio durante los cuales sólo la voz monocorde y ronca de
Grifo zumbaba sobre la mesa de masaje:
- Es
un fajador, un saco. Aguanta lo que le echen. Nunca ha perdido
por K.O. Le punteas con la zurda ¿entendido? A distancia,
saltando sobre las puntas de los pies. Como hacía Clasius Clay.
¿Entendido, Yumbo? -detuvo las manos sobre las rodillas -. ¿Me entiendes, me
estás escuchando, Yumbo, hijo?
- Sí,
Grifo, me lo sé todo de memoria.
- Nunca
se sabe todo -había un leve tono de reproche en su voz-. Nunca.
Y menos, a tu edad. Y menos, de memoria. No pega como tú, pero
pega. No quiero verte parado un segundo, ¿me explico?, desplazándote
siempre -los movimientos de sus manos eran ahora más suaves y
lentos-. ¿Quién tiene tu pegada y tus piernas en España?
Conseguirás lo que quieras, Yumbo, hijo, acabarás con él en
tres asaltos. Y después París, y todo lo demás.
¿A que venía hablar ahora
de todo lo demás? No quería ni pensar en ello. Sintió vértigo,
una especie de descarga eléctrica que le hizo estremecerse
desde el cuello a los tobillos. Lo que Grifo llamaba todo lo demás
era el Campeonato de Europa de los medios, la televisión, la
radio, los diarios deportivos, la publicidad, los nuevos
contratos, la vuelta a la vida, alcanzar el tercer grado en la
prisión, entrenar todo el día en un gimnasio o trabajar en una obra y dormir los
fines de semana en Leganés con Julia, su novia, como si fuera
ya su mujer, lejos de las tristes visitas mensuales en el
miserable cuartucho de la cárcel sobre la repugnante colchoneta
de los encuentros vis a vis, ir contando los años que faltaban
para la libertad, cada vez más cercana por buena conducta y méritos
deportivos.
¿Cómo pensar en todo esto
precisamente ahora sin ponerse nervioso a pocos minutos del
combate?
Por eso gruñó de nuevo sin
levantar la voz, riñendo al viejo:
-¿Quieres callarte
de una vez Grifo? No me dejas estar a lo mío.
Le oía con una mezcla de
impaciencia y cariño, sin prestarle demasiada atención,
tratando de concentrarse.
- Lo tienes en tus
puños esta noche - seguía Grifo-. Pero a
condición de lo que tú sabes. Salir a matar. ¿Me estás
oyendo? La técnica y la fuerza no bastan. Tú eres bueno, buenísimo,
pero te falta lo que te falta.
- ¿Qué me falta,
Grifo, coño? Deja ya de hablar.
- Ganas de matar
-le puso el dedo índice entre las cejas-. Métetelo ahí. Eso
es ser campeón. Salir a matar -se inclinó con una sonrisa
que le rejuvenecía la cara-. Quiero verte allá arriba con la
muerte en los ojos, ¿lo entiendes, Yumbo? La muerte en la
mirada ¿comprendido?
- Sí, Grifo,
comprendido.
Comprendía ya muchas cosas
después de dos años de prisión durante los cuales había
comenzado a verlo todo como desde el otro lado del espejo de
entrenamiento que le mostraba confusamente un mundo hostil donde
no cabía él, donde no había cabido nunca desde niño de los
arrabales del barrio de la Celsa en el Madrid marginal abierto a
los desolados e implacables horizontes de la miseria infinita,
donde no existía otra ley que la violencia y la fuerza, que
Grifo explicaba pacientemente mientras le calentaba los músculos
en la mesa de masaje.
- iYa!
-dijo Yumbo y se levantó de un salto al oir el clamor que
acababa de estallar en las gradas-. Me estaba poniendo nervioso,
te lo juro. Hablas demasiado Grifo.
El otro combate había
terminado. Grifo le ayudó a ponerse el albornoz, y le siguió
hasta el cuadrilátero.
Era una noche cálida y seca,
sin aire, y los focos lanzaban sobre el tapiz un chorro de luz
de plomo que perforaba una espesa y metálica nube de humo que,
mas que flotar, pesaba desde los ángulos como una placa
candente a punto de desplomarse sobre la lona.
Yumbo saludó desde el centro
del ring. Oyó los aplausos y los silbidos, un rugir de mar, que
le produjo, de nuevo, un estremecimiento, una corriente cálida
y húmeda, semejante a un orgasmo, bajándole desde la nuca
hasta las ingles. Los altavoces dispararon, irreconocibles,
distorsionados, los nombres de los contendientes, los pesos, el
número de asaltos del combate.
Seguía oyendo, en el
banquillo, mezcladas con el ruido de la marea que bajaba de las
gradas, las palabras confortantes de Grifo, cuando el golpe de
campana le despertó de aquel estado de vaga inconsciencia en
que se hallaba sumido desde el masaje.
Se lanzó hacia el centro del
cuadrilátero buscando a su rival que llegó desde el rincón
con los brazos en alto como un oso de feria, peludo y cuadrado,
moviéndose con pasos cautelosos y lentos.
Fue un primer asalto de
tanteo, de intercambio de fintas y miradas. Punteaba con la
izquierda, como había aconsejado Grifo, sin dejar de bailar
alrededor del otro que se había plantado en el centro del ring
y giraba sobre sí mismo con las piernas abiertas clavadas en la
lona.
Yumbo miraba fijamente
aquellos ojos oscuros y pequeños, cerdunos sepultados en el
fondo de las órbitas, detrás de una ancha nariz sin ternilla,
áspera como una suela, cóncava, rugosa, hundida entre los pómulos.
Metió de pronto la
izquierda, un aguijón que alcanzó a aquel trozo de carne
inerte sin que nada se alterara en aquellos ojillos hostiles que
seguían espiándole, pacientes y desconfiados. Esperó unos
segundos, amagó con la derecha, bajó los brazos hasta que los
guantes le rozaron los muslos, en un desplante provocador, y de
repente con una rapidez eléctrica, lanzó un uno-dos
fulminante, preciso, que desarboló a su rival y puso en pie a
los espectadores. Sin darle tiempo a reponerse, dejó caer una
lluvia de golpes hasta que el otro dobló la rodilla en la lona
entre el delirio de la gente. El árbitro le retiró dos pasos,
y en ese instante sonó la campana.
En el rincón, Grifo le metía
suavemente las manos en los flancos, bajo el calzón, hablándole
al oído, ya es nuestro, terminar ahora mismo, tus huevos, campeón,
así te quiero, del tercero no pasa, mátalo cuanto antes.
La campana le sacó otra vez
de sí mismo. El otro le esperaba en el centro y, al verle
llegar, levantó de nuevo sus brazos de plantígrado, buscando
el cuerpo a cuerpo. Yumbo sintió aquel peso agobiante, una
respiración casi sólida, como el fuelle de un herrero
escupiendo una vaharada caliente que olía a comida avinagrada.
Manoteó, metió en corto la izquierda para apartar de sí aquel
contacto de cuarto de buey recién desollado. Era una piel áspera
y húmeda, cubierta de pelos espesos y duros como ovillos de
alambre.
Cuando logró desprenderse
del abrazo, volvió a lanzar sobre el oso otra serie de golpes:
directos y ganchos en cadena, seguidos, imparables, puntazos que
reventaban con chasquidos de balón estallado. Y de nuevo el
otro le abrazó, con desesperación, jadeando. Daba boqueadas de
pez, como si le faltara el aire, y los ojos, en el fondo de los
abultados pómulos, danzaban enloquecidamente, lanzando
destellos de terror. Grifo gritaba en el rincón:
- Ahora,
Yumbo, ya es nuestro, ahora. ¡Mátalo! iAhora, ya! ¡El hígado!
Los gritos del público,
invisible en las gradas, caían en la lona con los chorros de
luz, envueltos en el humo y el olor a tabaco, linimento y sudor,
mátalo, no perdones, campeón, túmbalo, está muerto, ya es
tuyo.
Yumbo miró aquellos ojos
suplicantes. Descubrió, de pronto, en el fondo, algo débil,
como una lamparilla parpadeando, y durante una décima de
segundo no vio ya a un oso sino a un hombre acorralado como él,
lleno de miedo y necesidad de ganar el combate, un pobre tipo condenado a pegarse por un puñado de dinero,
igual que él mismo, Yumbo, lo hacía para lograr el tercer
grado, dejar la cárcel cuanto antes si lograba en París el
Campeonato de Europa.
Sintió de pronto pena por
aquel hombre asustado que iba a caer en cuanto recibiera el
uno-dos de sus puños, estallando en su hígado con la violencia
de una descarga eléctrica que le fulminaría como herido por un
rayo.
La súbita compasión que
sentía por aquel desconocido de rostro brutal le molestaba, le
apretaba la garganta como una argolla que le impedía respirar.
Nunca le había ocurrido: sentir lástima por alguien que
trataba de noquearle, de arruinar sus sueños para siempre. Tenía
razón Grifo. Había que matarlo. Golpear cuanto antes. Apagar
aquella luz que brillaba con miedo en el fondo de los ojos del
oso que seguía retrocediendo hacia su rincón.
Yumbo tardó todavía un
instante. Era el campeón acorralando a su víctima. No podía
evitarlo: le daba pena aquel desgraciado.
Fue lo peor. Cuando quiso
meter la derecha para acabar de una vez, ya era tarde.
No supo cómo ocurrió. El
otro lanzó de pronto un puño de hierro, como un obús, una
especie de trozo de granito que le alcanzó de lleno dos veces.
Yumbo sintió una punzada en
el hígado y un martillazo seco, demoledor, en la carótida.
El público rugió de nuevo:
un alarido de animal hambriento. Un río de gritos y voces
seguido de un silencio de alientos suspendidos, como una
gigantesca succión, desde las gradas, del aire que necesitaba
para seguir respirando y no llegaba a su boca desesperadamente
abierta.
Cerró los ojos para no
gritar antes de morir. Sentía una quemadura en los pulmones y
un latido metálico y doloroso en las sienes.
Se asfixiaba y tuvo que
doblar la rodilla. Se quedó así, en aquella posición
inestable, flotando sobre un mar de oscuridad en cuyo final
titilaban, como estrellas, millones
de puntos de luz que, de pronto, empezaban a girar a toda
velocidad como carros de fuego. No cayó a la lona pero tampoco
pudo incorporarse. El árbitro se acercó a él, y comenzó a
contar.
Yumbo le veía desde abajo, alargado e inquietante como un
ciprés blanco. Levantaba la mano por encima de una lejana
cabecita calva y reluciente, y la dejaba caer con un gesto
agrandado, silencioso, fantasmal... ¡Uno! Como de cine mudo,
interminable, a cámara lenta. Lo peor era el silencio, como si
todo, no solo él, Yumbo, acabara de morir a su alrededor. ¡Dos!
Y únicamente permaneciera viva aquella manita de enano que volvía
a alzarse como un martillo. Tenía que hacer algo, no perder la
calma... ¡Tres! La única posibilidad de sobrevivir era
incorporarse, inspirar hondo, hacer fuerza sobre la rodilla y
ponerse en pie, un último esfuerzo antes de que volviera a
bajar la mano... ¡Cuatro! Deprisa, ahora o nunca, Grifo estará
sufriendo en el rincón, te lo he dicho, muchacho, el boxeo es
matar, matar antes de que el otro te mate a ti, la técnica y la
fuerza no bastan, lo importante es el deseo de matar... ¡Cinco!
O matas o te matan. Lo sé, no lo repitas, aun tengo tiempo,
puedo recuperarme, lo siento por mi madre y por Julia, si no
gano hoy no me firman el combate de París, puedo hundirme si
tengo que seguir encerrado otros cinco años, la manita otra vez
¡Seis! Soy el mejor peso medio de España, me parezco más a
Clasius Clay que a Tyson, una mezcla de los dos, que son
pesados, pero aquí no hay pesados, y la división reina son los
medios, como yo, más fino que Tyson, el negrazo salvaje, más
ligero que Clasius que tenía el aguijón de las avispas y se
llamó después Muhamed Alí, antes de noquearle el Parkinson,
atención, a la cuenta de ocho me levanto, no perdones, no dejes
bajar la mano de este calvito, tan serio, siempre a cámara lenta... ¡Siete! Listo para saltar, dispara, jodido, Yumbo, no
lo pienses, dispara, no tardes, no perdones, un campeón no
perdona, un hombre no perdona, date prisa o nos trincan
aquí mismo... ¡Ocho! ¿Lo ves? Si hubieras disparado, el
cajero no nos habría reconocido, lo siento sobre todo por
Grifo, pobre viejo, voy a ganar todavía, me levanto ahora
mismo, yo soy el campeón, ganaré en París, voy a aplastar a
este gusano asqueroso, le arrancaré la cabeza. En cuanto salga de la cárcel, nos
casamos si quieres, Julia, aunque no hace ninguna falta
casarse... ¡Nueve! Ojo, peligro, estás al borde del K.O., sé
que tú lo prefieres así, si volviera a ocurrir dispararía
contra el cajero, quizá no, Julia, no te engaño, pero no
hubiera corrido hacia el tren de cercanías, ciego perdido,
gilipollas perdido, puedes comprar ya el vestido blanco, a todas
las mujeres os gusta casaros de blanco, Grifo tiene razón, me
levanto y lo mato, lo rajo en dos, Grifo tiene razón...
-¡Diez! - gritó el árbitro
alzando los brazos por encima de su cabeza -. ¡K.O.! ¡Fuera de
combate! - se abrazó a Yumbo y le
acarició la nuca-. ¿Te encuentras bien, muchacho? ¿Puedes verme?
Respira hondo.
Yumbo oyó, al otro lado de
las cuerdas, una especie de explosión: un largo rugido
inmisericorde. Levantó la mirada. La agria luz de los focos se
le clavó en el cerebro. El cuadrilátero comenzó a dar
vueltas. Una arcada le sacudió de pronto. Se dobló sobre sí
mismo con sensación de vértigo. La lona se le vino a los ojos
de golpe, y la oscuridad lo inundó todo.
Ahora seguía oliendo a
linimento. Un rayo de sol entraba en diagonal desde la ventana
enrejada. Miró, extrañado, a su alrededor. Tardó unos
segundos en reconocer el blancor de las paredes. Estaba en la
enfermería de la cárcel.
Poco a poco le llegaban a la consciencia los detalles del
combate. Una pena insidiosa y letal como una boa se le había
enroscado en el cuerpo. Tenía un sabor de sangre en la boca,
una saliva amarga y espesa que le quemaba la garganta.
Confusamente sentía que había perdido algo más que un
combate. No sería campeón de Europa. No podría disfrutar aún
del tercer grado. Tendría que seguir contando en el
polideportivo de la prisión los años que faltaban para la
redención de la pena. Perder un tiempo de felicidad que no le
sería devuelto nunca. Empezaba a sentir congoja, un desconsuelo
que le hacía daño. Le habían noqueado antes del límite, pero
no era la primera vez que le ocurría. Su vida había sido eso:
perder antes del límite.
Recordó las palabras de su
madre: "Los pobres hemos venido a este mundo a
sufrir". "¡Yo, no! ¡Ni pensarlo! ¡Voy a tener
dinero!". "Yumbo, hijo mío, ojalá no te equivoques.
Yo soy una pobre mujer. Tú eres listo, y puedes llegar a
algo".
Pero nunca había sido listo
y todo salió mal. Tito había dicho: "Es muy fácil, un
banco de pueblo, en la sierra, en Villalba. Casi frente a la
estación de cercanías. A las ocho de la mañana, en invierno,
es de noche. No hay casi vigilancia". Pero la había. El
vigilante jurado, para hacer méritos, se puso tonto y Tito se
lo cargó sin más. Él, Yumbo, no fue capaz de hacer lo mismo
con el cajero. Y al verse acorralado y no arrancarle el coche,
echó a correr por la calle Real hacia el tren que iba a partir
a Madrid y se metió en la cabina del conductor. No se le ocurrió
otra cosa. Apuntarle a la cabeza. Hay que ser gilipollas. El ratón
en el cepo. En Galapagar cortaron la corriente y el tren se paró.
No hizo resistencia al entregarse. A Tito le trincaron sin salir
del banco. El cajero los reconoció a los dos ante la policía.
En la prisión, Grifo se había
portado bien con él desde el primer momento. Le enseñó todo
lo que sabía de sus años de boxeo en el Campo del Gas.
Ahora sentía malestar en
todo el cuerpo. Se levantó, y se acercó a la ventana. Abajo,
en el patio, un grupo de reclusos jugaba un partido de
baloncesto. Se sintió peor que nunca, incapaz de comenzar de
nuevo a prepararse para otro combate. Definitivamente preso.
Como condenado a cadena perpetua, aunque sólo le faltaran cinco
años por cumplir.
Una furia sorda y creciente,
que le ahogaba, iba apoderándose de él. Toda la amargura, la
impotencia, las frustraciones acumuladas en su vida se agolpaban
en su memoria, y estallaron de pronto con terrible violencia.
Ciego de ira, con una ferocidad que no era ya humana, dio con
el puño cerrado un golpe seco, tremendo, contra la pared
encalada. Sintió un horrible dolor en los nudillos, pero nada
podía detenerle ya. Golpeo de nuevo, uno-dos, enloquecido. Ni
la pared podría resistir su
pegada, uno-dos, uno-dos, tenía que matar a alguien, matar.
Eso sería vivir.
La puerta se abrió en aquel
momento, y entró un funcionario seguido por Grifo, que llevaba
un paquete de ropa limpia en la mano.
- ¿Que
haces, Yumbo? -gritó Grifo, alarmado-. ¿Estás loco?
- No
te metas en esto, Grifo. Contigo no va nada.
- ¿Cómo
que no va nada conmigo, muchacho? Vuelve a la cama.
El funcionario corrió hacia
él, tratando de sujetarle por los hombros. Yumbo le esquivó
con la cintura, sin moverse apenas, y le golpeó, duro y seco,
como a la pared. El funcionario cayó como un fardo, y quedó
inmóvil.
Otro funcionario, haciendo
sonar su silbato, entró en la enfermería, e intentó sujetarle
también. Se revolvió, y le golpeó en la mandíbula. Un solo
impacto, brutal, como una coz. El hombre se desplomó, fulminado
como su compañero.
- Yumbo,
hijo, cálmate -dijo Grifo, pero él se volvió de nuevo hacia
la pared-. Vas a hacerte daño, no podrás volver a boxear.
-Tú
te callas! ¡Estoy hasta los huevos de todo!
Y de nuevo se puso a golpear
la pared furiosamente. Eran golpes rabiosos, repetidos,
salvajes, que le destrozaban los nudillos. Pero ya no sentía
dolor en las manos. Era algo más amargo y antiguo, un dolor que
le llegaba desde la niñez. Seguía golpeando la pared. No
volvería a perder antes del límite:
- ¡Nunca!
¿Lo oyes, Grifo? ¡Nunca, nunca! ¡Por la madre que me parió!
iLos mataré a puñetazos! ¡Uno a uno! ¡A pares! ¡Como
quieran! ¡Mataré a los culpables! ¡Los mataré a todos!
Y se echó a reír de repente, mientras seguía golpeando con
la misma rabia incontenible. Eran unas carcajadas que producían
espanto, descompuestas, largas, irreconocibles. Reía y golpeaba
sin mirarse los puños que eran ya dos masas de carne tumefacta,
sanguinolenta e informe, dos bolsas hinchadas e inertes que
colgaban como dos frutos averiados e inservibles con los dedos
abultados y chatos, sin articulaciones,
convertidos en racimos de huesos machacados, cubiertos por el
pergamino de una piel violácea que empezaba a rasgarse.
Grifo ya no trató de
detenerle. Sin perderle de vista, se sentó en el borde de una
de las camas de la enfermería, y se quedó allí, como un
testigo de escayola, pálido y serio, inmóvil, mirando a Yumbo,
lo que iba quedando de Yumbo, un campeón perdido para siempre,
un hombre definitivamente roto.
Le miraba con unos ojos
tristes, preocupados, compasivos, resignados y serenos.
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