XVIII Premio de narraciones breves "Antonio Machado" (1994)
Primer premio
El caracol del jardin misterioso
Raúl Torres
Escritor, periodista, técnico en radiodifusión,
relaciones públicas y publicidad. Ha ganado distintos premios
de cuentos (Sésamo, Ignacio Aldecoa, García Pavón, Hucha de
Plata) y de novela (Doncel, Castilla-La Mancha, Asimov, Ciudad
de San Sebastián, Café Gijón, entre otros). Tiene publicados
una treintena de libros, entre los que destacan "Viaje a
los paraísos españoles", "Cuenca mágica" y
"El largo invierno del espacio".
De
la parte del sol vi venir una
enseña blanca, resplandeciente...
(JUAN RUIZ, Arcipreste de Hita)
Las voces de los niños sonaban debajo de
la noguera que alguna vez denominó "de los dulces
destinos". Allí fue donde besó por primera vez a la única
Angeles, y un verano de profundo y profuso calor concluyó
"El final de las aptitudes", que le valió el premio
de la Academia Romana. Desde allí también, acaso otro verano
de los infinitos, descubrió el dólmen disimulado, rodeado de
rocas miméticas, absolutamente clandestino desde los inicios
del mar de piedra en que se había convertido la inmensa hoz del
río.
Advirtió que las voces infantiles se iban
excitando y se levantó indolente; en el cruce sobre los surcos,
cortos y precisos, eligió un haba de aspecto delicioso, la peló
y fue sacando los granos aún jóvenes de la vaina verde.
Mientras avanzaba hacia las flores moradas, las rojas y las
blancoamarillas del bancal del tío Mingarra.
-¿Qué pasa? -indagó sonriente, mientras se
llevaba uno de los frutos a la boca, degustando la verdura.
Se había hecho el silencio en la hoz. A lo
lejos sólo sonaba la escasez del río, acariciando las vincas,
los juncos y las ramas más caídas, desmayadas, de los sauces.
-!Un caracol! !Un caracol! -respondieron a coro
los niños, mientras intentaban seguirle la pista muy despacio.
-!Un caracol! -sonrió con ganas- ¿No estaréis
pensando que os va a comer?
-!No, no! !Es que se ríe! -aseguró Jaime, con
la mirada perdida entre la hierbabuena, la albahaca, el perejil,
las adelfas y las primeras nueces todavía dentro del caparazón
verdoso.
-!No, no! !Es que se llora! -dijo Luz, con las
pupilas envueltas en una sonrisa.
El caracol se deslizaba con lentitud, a la búsqueda
quizá de paraísos desconocidos.
-Se va -señaló Jaime con el dedo.
-Pero volverá; viene por aquí todos los días
-dijo Luz.
-¿Crees que será el mismo?
Los apaciguó con las manos extendidas. Con una
sonrisa.
-Nunca os enseñé que un caracol riera o
llorara. Creo que no -hizo como si titubeara- ¿O sí?
-Si le doy col, reirá -observó Jaime un tanto
seguro- ¡Vamos, cre yo!
-Y si lo piso, llorará -se atrevió a decir
Luz, sin osar siquiera levantar su pie, envuelto en sandalias
azules, como si quisiera contrastar con la inmensidad del verde
de la huerta.
Pensó que el infinito nace alguna vez al lado
de un río. Pensó que hacía ya setenta años (acaso cuando
murió Isadora Duncan en algún lugar del Mediterráneo, y se
hundió el "Titanic", muy cerca de algún Polo
terrestre y existía según cuenta Juan Perucho en sus Laberintos, Etchmiadzin, la vieja capital del rey Tiridate -su
pensamiento volaba- y alguna otra ciudad cuyo nombre no
recordaba, descrita por Valery en sus correrías por el Mar
Rojo). Hacía ya setenta años, justo en el mismo jardín, en la
misma huerta, en ésta, con los laureles incipientes entonces, y
las nogueras recién plantadas, y los primeros arces y los
primeros pinos, y los mismos colores atravesando el río, cuando
él dijo a su abuelo que otro caracol lloraba. ¿O tal vez reía?
La verdad, no conseguía acercarse al pensamiento, la sonrisa
del caracol.
-La historia se repite -murmuró.
-!Cuenta ese cuento! -pidió a gritos Luz, en
uno de sus característicos mohines, como si fuera una piel roja
de las que veía a menudo en televisión.
-Yo tuve un caracol como éste y un abuelo... No
logro recordar muy bien, pero también le pregunté que si el
caracol reía. Pero podéis comprender que de eso hace ya mucho
tiempo.
-¿Es importante ser caracol, abuelo? -Luz puso
su manita en la de él y la restregó bien, como si quisiera
abundar en la pregunta.
-Sin duda.
-Yo quiero ser caracol -dijo Jaime, que le había
arrebatado la otra mano-; pero también quiero ser abuelo.
-Pues lo serás.
Lo miró con intensidad; quizá le encontró los
rasgos en la cara. Acaso se parecía, a su vez, al otro abuelo
de los años veinte. Llevaba el mensaje, la magia de la creación
en la piel, en el vértigo de los ojos. Sí, los humanos
acababan casi siempre siendo abuelo; pero, ¿y los caracoles?
-A mí me gustaría ser princesa, abuelo; ¿podré?
-Hay que tener cuidado con lo que se desea, Luz,
porque puede obtenerse.
-¿Tú que deseas?
¿Desear? por encima de los girasoles flotaba
una ligera neblina. La luz era un respiro o acaso la víspera
del incendio, en palabras de Borges cuando hablaba de "La
escritura de Dios2. ¿Desear? ¿Qué? Buscar la palabra, la
idea, el pensamiento. Aquella era la primera tarde de un mundo
nuevo; la primera palabra del poema sobre la arena, sobre el pólen,
sobre el caracol huyendo hacia la selva interminable de las
hierbas tan cercanas.
-¿Qué deseas, abuelo?
-Yo quiero vivir un día más con vosotros. Ver
una noche más las estrellas. Amanecer mañana y oír cómo se ríe
el caracol.
-Pero siempre amanece mañana, ¿no, abuelo?
-Si, sí...
-Eso es fácil, abuelo, todos los días ocurre.
¿No te acuerdas? Siempre ocurre, y mañana buscaremos otro
caracol para reírnos de él. Puede ser que acabemos hablando
con él, abuelo. !Verás como sí, abuelo!- se explicó Luz.
-¿Sabes, Luz? Puedes ser princesa si finges ser
princesa. Eso no debe ser difícil. Cuando seas mayor, alguna
vez recordarás que fuiste princesa. Eso te gustará. Bueno, ser
princesa o gaviota en Estambul, que también te gustan las
gaviotas- sonrió mientras le apretaba la mano.
-Bueno, vale; lo acepto -ahora imitó a su
madre-. Tal vez sueñe esta noche; me gusta eso que me
dices, abuelo. Si lo sueño, seré princesa en sueños.
-Por supuesto, tus sueños son sólo tuyos.
Jaime siguió los laberintos del caracol, camino
ahora de un desierto verde. El caracol, inmerso en su lentitud,
se desvaneció debajo de los olivos, entre la albahaca, el
tomillo, las madreselvas trepadoras que, en conjunto, daban la
imagen de una ciudad distinta, transparente, entre basas arbóreas
e iconostasios fosilizados en el interior de la caliza.
-!Adiós caracol! -gritó Jaime, corriendo hasta
los linderos de la selva diminuta.
-!Adiós! -gritó también Luz.
-Mejor, decid hasta mañana, ¿no?
-Claro.
-¿Sabes lo que te digo, abuelo?
Pensó una vez más sobre la noche, sobre el
secreto de los epitafios; se imaginó los últimos gritos de los
pájaros, encerrados en las habitaciones del denso y acogedor
laurel. Pensó en la heterodoxia de la luz cenital, alumbrando
los altos cerros fantasmales; luz incierta ya sobre el riachuelo
del jardín, que se ensombrecía por momentos.
-¿Qué me dices? -sonrió a Jaime, casi sin
prestarle atención; pero mirándolo con el rabillo del ojo.
-Yo lo que quiero es ser abuelo antes que
caracol. Quiero ser abuelo como tú.
-No te atormentes por eso, no te preocupes,
Jaime. Seguro que lo serás; pero dentro de muchos años, cuando
te lo merezcas.
Luz vino trotando con algo que bailaba en la
palma estrecha de su mano: el caracol bailaba una danza extraña,
pero no se caía.
-Abuelo, abuelo, -reclamó su atención-, ¿los
caracoles tienen trenes?
-Pues verás, Luz; es algo difícil de explicar.
Es posible... ¿por qué lo preguntas?
-Quisiera subir en ese tren y llegar al mar,
abuelo.
-Sé por qué lo dices. Lo sé. -Jaime se
emocionó.
-!Vamos, vamos! Quiero explicaciones. ¿Qué
pasa?- sonrió el abuelo.
- Tú nos dijiste en Navidad que nos llevarías
al mar en tren, que el tren se entraría en las olas y,
flotando, flotando, llegaríamos a América.
-!No dijo a América, niña tonta! Dijo a algún
sitio que ya no existía, a la tierra de Ulises, toda cubierta
de sirenas y gentes con cera en los oídos. Y había cerdos.
-Pero aquello era un cuento, Jaime. Un cuento de
Navidad; pensé que lo habías entendido.
-Lo entendí; de verdad.
-Os lo explicaré de nuevo: es verdad, hay
trenes de fresa, de naranjas, de dulces y de chocolate.
-Que también es dulce, abuelo.
-Por supuesto, por supuesto. Y hasta es posible
que los haya de caracoles. Lo iremos descubriendo verano a
verano.
-¿Hasta un siglo?
-Más o menos.
-Tal vez si lo sueño esta noche -Jaime se
explicó con mucha claridad-, si yo lo sueño esta noche, mañana
por la mañana tengamos un tren en la puerta de la casa, y una
estación a la orilla del río; y la gente venga a verlo.
-Ya sabes que los sueños son posibles a veces.
Suéñalo. Sonó la voz de la madre desde la ventana emparrada.
Era la hora de la merienda y a él, antes de no sabía qué, le
hubiera gustado adentrarse en la diminuta selva verde. Entrar a
las cachoneras de los caracoles y pedirle que inventaran un tren
de conchas, de viviendas de caracol para que sus nietos pudieran
tomarlo y acercarse al mar.
-Abuelo, ven con nosotros; mamá te ha preparado
tu té -escuchó la voz chillona de Jaime, muy en la
lejanía.
Le zumbaron los oídos, ¿un rumor de abejas?
"Ya estas ahí", -se dijo. Cayó fulminado y su cabeza
aplastó la blanca concha del caracol que se iba río arriba.
Lo esperaron en vano. La madre intentó ocultar
su preocupación con frases vagas.
-Él todos los días da un largo paseo hasta el
nacimiento del río. No son más de tres kilómetros. Está al
llegar.
-¿Sabes mamá, que el abuelo nos llevará al
mar en un tren de caracoles?
-Lo sé, lo sé; el abuelo es capaz de eso y de
muchas más cosas.
-Pero está tardando mucho. Quiero que me cuente
lo de las sirenas antes de acostarme.
-Seguro que llega a tiempo. Ya conoces al
abuelo; siempre cumple su palabra.
Cuando atardecía, los padres y los niños
salieron de la casa para buscarlo. Estaba el sol tropezando en
las mil figuras del bestiario de las rocas; era brillante y débil.
Jaime dio un grito espontáneo pronunciando su nombre. Él mismo
se aterrorizó.
Tal vez se había dormido y quiso guarecerse de
los últimos rayos de sol, porque los pies cubiertos con las
zapatillas deportivas, asomaban como punto de referencia entre
las flores apagadas.
-No te asustes, cariño. Debe estar dormido.
Estas noches pasadas tenía insomnio; me lo contó esta mañana
en el desayuno -el hombre le apretó la mano.
-!Dios mío, papá!- exclamó ella, teniendo un
mal presentimiento.
-!Quietos! !No deis un paso más!
-Mira, papá, son los caracoles -señaló Luz
con la mano. Miles de caracoles acudían de la selva intrincada
de las flores. Iban cercando el cadáver del abuelo que, con
seguridad, debía estar sonriendo; se diría que de un momento a
otro, lo iban a trasladar a algún otro sitio, porque tiraban de
él desde todos los puntos posibles del cuerpo menos del rostro.
De pronto, de forma inexplicable, empezó a llover.
-Mamá, papá. -empezó Jaime a llorar-, quieren
llevárselo al tren del mar. Él nos lo había contado.
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