XV Premio de narraciones breves "Antonio Machado" (1991)
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Edición de 1991 |

Edición de 1995 |
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PRIMER PREMIO
Curación milagrosa
Ramón Irigoyen
Nacido en Pamplona, es escritor y periodista, y
ha publicado libros de poemas como "Cielos e
inviernos" y "Los abanicos del caudillo" y de
prosa como "El humor de los amores", "Historia
del virgo", "Puñaladas traperas" e
"Inmaculada Cienfuegos y otros relatos". Así mismo ha
traducido obras de Kavafis y de poetas griegos actuales y ha
participado como adaptador y autor de letras de canciones en
discos de Mocedades, Rosa León y Mango. En su faceta periodística
ha colaborado en numerosos diarios y revistas, en Radio Nacional
y presentó la sección de letras del programa cultural "A
todo Madrid" de Telemadrid.
Soy ingeniero agrónomo y en octubre del año
pasado cumplí treinta y ocho años. En el terreno económico he
tenido mucha suerte en la vida, porque, más que tener pasta, mi
padre está absolutamente forrado. Juan Rueda, que así se llama
mi inteligente padre, hace negocios con la facilidad con la que
las solteronas antiguas hacían encaje de bolillos. Ni que decir
tiene que esta holgura económica me ha resuelto infinidad de
problemas que la mayoría de los ciudadanos tienen que intentar
solventar por sí mismos, sin, en tantos casos, llegar a
resolverlos. Por ejemplo, me gustan bastante los temas de mi
profesión, pero, como me puedo permitir el lujo de no
ejercerla, naturalmente, no incurro en la idiotez de tener que
fichar todas las mañanas en la oficina. Soy consejero de tres
empresas de construcción, de las que mi padre es accionista
mayoritario, y, por aguantar unas pocas reuniones al mes -en las
que, por cierto, casi nunca abro la boca-, tengo unos saneados
ingresos, cuya monta me callo por discreción, pues no me gusta
envenenar a la gente refrotándole mi situación de auténtico
privilegio.
No tengo tampoco por qué ocultar que
bastantes mujeres -que me lo han dicho-, y algunos hombres -que
se lo callan-, me consideran un hombre guapo. Es, en esta
enumeración de virtudes, el segundo don importante con que he
sido dotado. Soy, pues, rico, guapo, culto y sensible, -lo que
supone un índice realmente alto de buenas cualidades-, pero
bien se ha cuidado la Naturaleza de minar sutilmente estos
buenos elementos de felicidad, porque, desde mi más tierna
infancia, me ha encasquetado el envenenado regalito de unos
intensos dolores de riñones.
Yo no sé lo que puede llegar a doler otros
órganos, pero estos dolores de riñones, que me aparecen en el
momento mismo en que cometo algún exceso, me han traído mil
veces, a lo largo de mi vida, por la calle de la amargura. Soy,
para colmo, muy aprensivo y, al primer pinchazo de dolor, siento
la tentación de pedir una ambulancia.
Creo que está ya bastante claro que, por
supuesto, tampoco mi vida está exenta de algunas dificultades.
Por ejemplo, en un viaje a Nueva York, hace tres años, tras una
semana maravillosa, en la que me volví a enamorar de esta
ciudad, que visité por primera vez a mis dieciocho años, una
noche, en una discoteca de la calle 14 sufrí un cólico nefrítico,
que me dejó hundido en la más absoluta miseria. En esta misma
calle hay una librería hispanoamericana, y el propietario que
aquella noche estaba en la discoteca, ante el requerimiento de
un médico a través de la megafonía, localizó allí mismo a
un cubano muy guasón que me atendió inmediatamente. Le conté
mis problemas con el riñón, sin excluir el dato de que en
alguna ocasión había llegado a orinar alguna minúscula
piedrecilla y, al preguntarle si lo que me estaba pasando le
parecía grave, con un cachondeo que, dado lo mal que estaba, me
hirió bastante, me contestó casi sin inmutarse: "No, en
absoluto, lo suyo no es grave, lo suyo es simplemente
gravilla".
No tendré que jurar que hablar de esta
afección del riñón hiere mi orgullo en lo más profundo. Es
bien conocida la enorme dificultad que los hombres tenemos para
hablar de nuestros defectos, pues no en vano hemos sido educados
para triunfar ininterrumpidamente. Pero, si ahora he consentido
hablar del riñón que me funciona mal, ha sido a modo de
ejercicio de precalentamiento, pues mi confesión siguiente,
desde el punto de vista del orgullo, es una docena de veces más
cruda. Durante muchos años me la tuve que tragar en silencio,
porque me producía un bochorno enorme. Y no es que pueda
afirmar que hablar ahora de ella, cuando esta llaga ya ha
cicatrizado, sea una perita en dulce, pero, al menos, tengo ya a
mis espaldas algunos años de intensa felicidad, y puedo asumir
lo dura que fue la etapa en que -sí, lo voy a confesar por fin
por primera vez-, la etapa, digo, en que me sentí aún mucho
peor que cornudo y apaleado: la etapa trágica en que fui
sexualmente impotente.
A mis veinte años tenía una novia preciosa,
con una boca divina y unos pechos maravillosos. Alicia era una
mujer muy vital, que hacía mucho deporte y siempre estaba
alegre. Era profundamente amable, y coincidía conmigo en que
era también más estrecha que el silbido de un fantasma. Cuando
empezamos a salir, casi me costó tres meses de paseos darle el
primer beso realmente serio. Por supuesto, ya dejo claro que yo
tampoco era ningún lince, pero, sin fallar a la objetividad,
creo poder afirmar que, al menos, al principio yo tenía más
voluntad de acabar en la cama. Luego, naturalmente, no, porque
acostarme con ella era vivir en carne propia una trilogía de Sófocles.
Fueron, pues, bastante dificultosos los
comienzos con Alicia, pero, a partir de los seis meses de
relaciones, mis manos habían alcanzado la gloria de disfrutar
con el contacto de todos los poros de su cuerpo. Cogíamos el
"Renault 12" que yo tenía entonces y enfilábamos la
carretera de Miraflores, donde mis padres tienen un chalé, en
el que sólo viven un par de meses en el verano.
Aquellos viajes, en su primera etapa, eran
deliciosos. Soy un buen conductor y, en caso de necesidad,
lograría conducir bien el coche llevando el volante con los
codos. En consecuencia, hasta llegar a Soto del Real, dedicaba
una mano exclusivamente a la conducción, y los cinco dedos
restantes viajaban concentrados en los muslos de Alicia. Pero, a
medida que nos íbamos acercando a Miraflores, empezaba a
inquietarme, porque sabía que acabaría con Alicia en la cama,
y terminaría sufriendo el infierno de no responder sexualmente
con ella.
Durante año y medio, mi vida recorrió el
itinerario completo del autodesprecio en todas sus gamas. Para
exasperar mi sufrimiento, por aquellas fechas, para mí tan poco
gloriosas, estaba triunfando Paco de Lucía, al que escuchaba en
todas las emisoras, con su álbum precisamente titulado,
"Fuente y caudal", que, en mi situación, me sonaba
como una pulla directa contra la carencia de humores, a la hora
de la verdad, del estúpido miembro inerte con el que la
Naturaleza me había castigado.
Realmente estaba desesperado, y hubo noches
en que, tras despedirme de mi novia, al ir a la cama, metía un
martillo entre las sábanas con la nada absurda intención de
descargarme un golpe certero en la entrepierna y acabar de una
vez para siempre con la causa de todas mis desgracias. Y, desde
luego, más de una noche me desperté con un testículo casi
estrangulado, porque el mango del martillo, en la inconsciencia
del sueño, había terminado incrustándose en esa zona que no
consiente la más leve distracción, y mucho menos con una
herramienta que no se caracteriza precisamente por su
delicadeza. Otro bochorno suplementario lo sufría los días en
que, al levantarme todavía somnoliento, me olvidaba de recoger
el martillo, en el que había depositado mi salvación, y tenía
que soportar el que la asistenta me preguntara qué había que
clavar en la habitación, puesto que acababa de encontrar esta
herramienta en mi cama. Fue, realmente, una época muy dura, y,
como ya se sabe que las desgracias nunca nunca vienen solas, mi
cantante preferido, el fantástico Nino Bravo, cuando se
trasladaba de valencia a Madrid, se mató en un accidente de tráfico.
Había seguido a mi ídolo desde las fechas
en que debutó con su primer grupo: Los Hispánicos, y, por
supuesto, seguí también sus avatares con los maravillosos
Supersón, que fueron su segunda banda. Su actuación en el
estival de Río de Janeiro fue inolvidable, y allí sólo fue
superado por un cantante de la talla de David Clayton Thomas, el
carismático líder de Blood, Sweat & Tears, otro grupo con
un nombre, por cierto, que resumía perfectamente, con su mención
anglófona de la "Sangre, Sudor y Lágrimas", mis
estrepitosos fracasos con mi novia en la cama. La canción Te
quiero, te quiero, de Nino Bravo, la escuché cientos de
veces en aquellos meses de impotencia y exacerbado romanticismo.
El inesperado atentado de ETA contra el
presidente del Gobierno, Carrero Blanco, en las vísperas de las
Navidades de aquel año atroz, por una reacción de explicación
compleja, pues mi padre tenía alguna relación con él, me dio
los ánimos necesarios para visitar a un psiquiatra. Y a él le
expuse el conflicto sexual, que había situado mi autoestima en
los niveles mínimos por los que se movía aquel gran trapecista
de la derrota constante, el maestro Kafka, el inventor de las
masoquistas castañuelas checoslovacas.
Soy una persona muy ponderada en mis juicios,
pero me temo que no voy a poder evitar el levantar el tono a la
hora de hablar del doctor Rufino Castejón, el psiquíatra que
me trató durante seis meses y que me creó casi más problemas
que el mal funcionamiento en la cama del que estoy hablando.
Por liquidar en dos palabras el tema, dejaré
claro que soy una persona muy generosa, para quien la palabra
tacaño es incluso sinónimo de imbécil. Ya he dicho también,
y no quiero insistir más, pues nada está más lejos de mi
intención que herir la sensibilidad de los pobres diablos, cuyo
sueldo no pasa de las cuatrocientas mil pesetas mensuales; no
quiero insistir, digo, en que ingreso todos los meses una
cantidad, por alta, impronunciable.
No soy tacaño y nado en dinero. Y, sin
embargo, cuando pienso en la pasta que me levantó aquel
canalla, y que durante seis meses me mareó con todo tipo de
estupideces, en cuanto me acuerdo de aquel cretino, digo, que
incluso me llegó a recetar bromuro, cuando precisamente mi
problema residía en la inconsistencia de mi miembro, aún
pienso que debería contratar un matón y hacerme un poco de
justicia.
El 15 de junio de 1974 fue el día memorable
en que me deshice por fin de mi psiquiatra. Para celebrar mi
liberación, que era equiparable en felicidad a una fuga del
hogar paterno, cuando el padre es un tirano, llamé a mi novia y
decidimos irnos al día siguiente a Barcelona. Creo que no
necesito repetir que, por aquellas fechas, yo era una piltrafa
humana. Desde mis cuatro años soy socio del Real Madrid y,
aunque en esos momentos se estaba celebrando el Mundial de Fútbol,
yo era un hombre hundido, que incluso se llegaba a perder
algunos partidos televisados.
El milagro que ocurrió a partir de la noche
del día 16, en que tomamos el tren en Madrid, es digno de pasar
a los manuales de psiquiatría, y no sé si también incluso a
los de gimnasia. Tomamos alguna copa en el restaurante y, al
rato, fuimos a acostarnos. habíamos reservado, naturalmente, un
coche cama y, en un principio, Alicia y yo nos acostamos en
camas separadas. Cuando había dormido ya un par de horas, me
desperté con un vivo deseo de abrazar a mi novia y me pasé a
su cama. No entraré en los pormenores de aquel encuentro, pues
son fácilmente imaginables. Pero lo que nunca podré olvidar
fue el traqueteo del vagón, que, a juzgar por los resultados,
multiplicó por cien la capacidad de mi impulso. Ni yo mismo me
lo podía creer, pero era verdad que por primera vez en mi vida
sentía una seguridad en mis fuerzas, que me venía del
movimiento del tren, y que iba a desembocar en mi primer coito
rotundamente feliz y también en la alegría más total de mi
novia, que tan bien se reflejaba en su celestial sonrisa.
No estaba en aquellos momentos para
preocuparme mucho por la geografía que recorríamos, pero, si
no me equivoco en el cálculo -y, como paciente del riñón que
soy, yo de cálculos sé bastante-, el feliz suceso de mi curación
debió de ocurrir unos treinta kilómetros antes de llegar a
Zaragoza, que es también la ciudad española cuyo nombre invita
más a todo tipo de goces y disfrutes. Aquella noche memorable,
el éxito se volvió a repetir otras veces más y, cuando
amanecimos en Barcelona, tuve la seguridad de que la felicidad más
total venía por fin hacia mí acunada en los tiernos brazos de
las Ramblas.
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