XII Premio de narraciones breves "Antonio Machado" (1988)
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Edición de 1988 |

Edición de 1995 |
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Segundo premio
Cayó usted en el olvido
Leticia de Legarreta
Nació en México, en 1951, pero reside
en Madrid desde hace años. Es licenciada en Ciencias y Técnicas
de la Información por la Universidad Iberoamericana, ha
estudiado televisión en Japón y Francia y colabora en
distintos medios de comunicación audiovisuales desde hace más
de una década.
-De su pasaje van a ser doscientos
veintisiete con ochenta... Y de su... cargamento...
Sin siquiera molestarse en levantar la
cabeza, por encima de los lentes Sebastián le dirigió una
mirada casi asesina que le levantó la tapa de los sesos, con lo
que anuló toda posibilidad de que el hombre intentar seguir
hablando.
El pobre hombre de la ventanilla de los
billetes olvidó en ese momento desde cómo se escribía hasta
que alguna vez hubiera oído la palabra sarcasmo. Esa mirada lo
había puesto en su lugar y lo mismo pensaba hacer él a su vez
con el muchachito que llevaba la carreta con la carga para
meterla al tren. Que no se atreviera ni a suspirar. El primero
que hiciera una mueca, allí se las verían. Parado en la puerta
que daba al anden, el clásico funerario del pueblo ya estaba
esperando a Sebastián de los lentes Sebastián le dirigió una
mirada casi asesina que le levantó la tapa de los sesos, con lo
que anuló toda posibilidad de que el hombre intentara seguir
hablando.
El pobre hombre de la ventanilla de los
billetes olvidó en ese momento desde cómo se escribía hasta
que alguna vez hubiera oído la palabra sarcasmo. Esa mirada lo
había puesto en su lugar y lo mismo pensaba hacer él a su vez
con el muchachito que llevaba la carreta con la carga para
mecerla al tren. Que no se atreviera un a suspirar. El primero
que hiciera una mueca, allí se las verían. Parado en la puerta
que daba al andén, el clásico funerario del pueblo ya estaba
esperando a Sebastián-
-Espero que el color haya sido del agrado del
señor... -le dijo queriendo ser amable.
En un gesto típico suyo, Sebastián apretó
los labios que apretaban los dientes ya apretados y sólo los
abrió para mascullarle -"Hijo de tu madre...",
mientras lo amenazaba con el dorso de la mano que ya había
cogido buena velocidad.
Eso sí, subió al tren como un señor, sabiéndose
el centro de todas las miradas y, en el fondo, gozando de la
repentina popularidad, aunque no podía evitar sentirse muy
encabronado. Nomás eso le faltaba. Y encima con el calor. Hijos
todos de su madre.
Qué coche-cama ni qué nada. Para eso había
pagados los cuatro asientos de palo de ese lado del pasillo,
para trepar las patas con las botas polvorientas y para que todo
el mundo lo viera. No fuera siendo que creyeran que se iba a
meter en un departamento de señoritinga para esconderse tras de
un sombrerote de plumas y un velito de tul rosa. No, azul. Del
rosa ni acordarse. Pinche vieja, la muy...; pobre, ya estaba
tiesa. Nomás se fue a morir allí para darle en la cabeza. Pero
pedir que le pintaran el ataúd de rosa porque el negro le parecía
muy lóbrego, ya había sido el colmo. Lóbregas tendía las uñas.
No se le quitaba la idea de que lo de la
pintura había sido una tarugada del animal de su compadre, el
tinterillo ese que ya sabía que se la tenía que llevar a la
capital para que la enterraran. Y hacerle llevar un ataúd color
berrido en el tren de las doce y cuarto, eso sí que había sido
demasiado.
Encima de todo, esta vez tenía que quedar
bien. La voz de Maura en el teléfono le había despertado todo
lo que en esos años había creído olvidado. Pobre Maurita,
siempre contando con él; su insistencia en considerarlo su
amigo más querido había terminado por hundirlo más en el
silencio. La preocupación por la muerte de su tía y la
sorpresa de que hubiera sucedido justamente en el pueblo de
Sebastián le hacían tener que pedirle ese favor enorme: que se
acercara a casa de las amistades en donde ocurrió el
fallecimiento de su tía y que hiciera los trámites para mandar
el cadáver a la capital. Nadie de su casa podía ir y solo
contaban con él. Que pena tenía de molestarlo, pero ya había
hablado con el notario del pueblo y estaba dispuesto a prestar
toda su ayuda. Sólo le pedía que tramitara el envío de los
restos de su tía y que el notario ya le daría las últimas
indicaciones. Además tenían que darse prisa porque con la ola
de calor, las amistades de la tía ya no podían seguir teniendo
el cuerpo en casa. "lo siento Sebastián", -le había
dicho- "no hubiera querido darte esta molestia, si te lo
pido es por la confianza que te tengo y porque tú sabes que...
que te quiero mucho". Con un discreto "no te
preocupes" Sebastián le quiso decir que él también la
había querido. A su manera, pero la había querido.
El grupo de viejas cotorronas lanzaron todas
un grito en coro cuando el tren arrancó y una de ellas fue a
dar todos sus huesos a los pies de Sebastián.
Casi iba a empezar a querer enderezarse para
ayudarla a levantar cuando la mujer se incorporó muy apurada
sacudiéndose el vestido y repitiendo como tarabilla mil
perdones y disculpas; que no había sido con querer, que qué
iba a pensar de ella... y se alejó con una letanía de tonterías
hasta refugiarse en el corrillo de mujeres espantadas. Pero él
aprovechó para levantarse y asomarse por la ventanilla a ver
que el vagón de carga viniera enganchado, no fuera ser que se
arrancarán sin la caja. Detrás del tren que ya había cogido
velocidad venía corriendo el muchachito de la carreta que le
gritaba a alguien que cerrara la puerta de la carga porque sé
sqlías las cosas. Ya en las vías se habían caído dos jaulas
con gallinas y una maleta de cartón que ya sería para lo otra
que se fueran. El terror lo dejó mudo cuando vio la cola de la
caja rosa que se asomaba por la puerta, más allá de acá
tantito para caerse. Pero la caja se metió, como por arte de
magia o como que el pobre güey que iba adentro la jaló para
meterla. Lo confirmó cuando vio que un sombrero salía
disparado por los aires y el hombre se asomaba tocándose la
cabeza incrédulo de que el viento le arrancara su sombrero
cuando se había asomado para cerrar la puerta.
Malvada vieja. Ponerlo a hacer el papelón.
Se empezó a acordar de cómo era ella en aquellos años.
"Ay mi Sebas, qué chulo novio se consiguió Maurita; no
habías de decirme señora, me habías de tutear y llamarme tía
que total, hasta chance y emparentemos. ¿A poco no está chula
mi Maura que es de todas las sobrinas la más inteligente y la más
culta?"
Pero esta era la última patada que le daba;
ya lo había puesto sobre aviso muy a tiempo de la familia que
se cargaba Maura, aunque lo que no le perdonaría nunca era que
la única vez que estuvo a punto de hablarle claro a la
muchacha, su tía apareciera de la nada y dejara por allí el
catálogo de vestidos de novia, nomás por ver con cuál se podía
ver más bonita.
Cuando se lo contó a Maura, ya había pasado
mucho tiempo y ella ya estaba casada. No paraba de reír al
acordarse de las puntadas de su tía y le hacía burla a Sebastián
porque la tomaba en serio. No creía que por culpa de la tía
Sebastián hubiera desistido, y era la verdad, no era por eso.
Pero no hacía falta que le diera más explicaciones. Con eso
quería ser un caballero y ella no necesitaba oír más. Ni él
podía decirle más.
Ya medio dormitando con el sonsonete del
tren, el susto que le dio el revisor lo hizo despertarse de
golpe bañado en sudor porque el sol le pegaba de frente. No hacía
ni tres horas que habían salido y ya lo estaban fastidiando.
-Que allí le hablan...
Volteó y no vio a nadie. Miró al revisor y
éste le señaló la ventanilla. El hombre del sombrero perdido
iba agarrado con las falanges, falanginas y falangetas al filo
de la ventanilla con todo el cuerpo fuera y sólo el copetillo
metido por el hueco.
-Tiene que venir, -le dijo el hombre- algo
pasa con su difuntito. Vaya hasta el carro comedor y allí lo
espero.
El carro comedor no tenía ninguna otra
salida, de modo que Sebastián regresó a la única puerta y
desde allí se asomó buscando al hombre sin sombrero. Nada por
aquí, nada por allá; se habrá caído, pensó.
-Oiga, por aquí, asómese de este lado -le
decía una voz. Tenía que ser, por donde ni se imaginaba: en
medio de dos vagones y agarrado por debajo de los carros, el
desombrerado se abrazaba como un simio a un eje que quedaba a
pocos centímetros de las ruedas del tren.
-¿Por dónde prefiere, por arriba o por
abajo?
-¿Por dónde prefiero qué cosa? -interrogó
Sebastián.
-No hay paso hasta el vagón de carga, tiene
que ir por fuera.
Sebastián le señaló que por arriba, aunque
nunca tuvo la menor idea de cómo podía ni salir, ni cruzar ni
regresar. Era mejor que lo olvidara puesto que nunca manifestó
el más mínimo intento ni de asomarse. Al dar la media vuelta
para regresar a su asiento de madera, chocó contra el solícito
revisor que, escalerilla en mano, se aprestaba a colocarla para
que el señor pudiera subir al techo del vagón. Ni hablar, ni
Douglas Fairbanks en su mejores días contó con tanta ayuda. De
salir, salía pero treparse allá arriba, eso sí, quién sabe.
Literalmente untado al techo del carro,
Sebastián recorrió los dos vagones de camino con el más puro
estilo reptiliano, rezando padresnuestros y sin despegar el
cuerpo ni una micra de la lámina.
Al llegar al vagón de carga, los dos hombres
bajaron de milagro, y de milagro Sebastián no se cayó de
espaldas cuando el hombre del sombrero en el recuerdo levantó
la tapa del ataúd color de rosa para que Sebastián mirara a la
tía convertida en un inmenso globo inflado al máximo,
completamente muerta.
-No dejaba de hacer ruidos patrón. Eran como
gases, bueno, ya sabe usted, gases... y entonces creí que no
estaba difunto, bueno con el respeto, difuntita...
Pero no; si está bien muerta, pero yo no sé
lo que le pasa si hace rato estaba inflada nomás como a la
mitad.
-Y, ¿qué hacemos? -preguntó Sebastián
despistado.
-Pos para eso fui a buscarlo, para que me
diga qué le hacemos. No vamos a dejarla así. No irá usted a
querer que estalle la difunta.
La pobre tía estaba amoratada, los ojos salían
como dos periscopios buscando moros en la costa. La boca sellada
con un esparadrapo estaba a punto de aventar la venda hasta
dejarla incrustada en el techo del vagón, eso contando con que
no tuviera la dentadura postiza que en esos momentos amenazaba
convertirse en un arma mortal.
-¿Tienes un machete? -le preguntó Sebastián.
El hombre sacó un machete de debajo de unas
mantas y se lo pasó a Sebastián, pero éste hizo una seña con
la que no sólo lo rechazaba, sino que le concedía el
privilegio a su acompañante.
-¿Dónde le pico? -dijo el exsombrerudo.
-Pues donde quiera. Nomás espérate a que me
haga a un lado para que no sea que te tape yo la luz.
Agazapado en un rincón y vuelto hacia la
pared, Sebastián esperaba lo peor, o mejor dicho, no sabía ni
qué esperaba, pero lo único que quería era que eso se acabara
pronto y de preferencia que no ocurriera ninguna lluvia de algún
humor extraño que llegara a alcanzarlo a su escondite.
El ruido seco del piquete del machete fue idéntico
al que hacen las bolsas de papel cuando los niños las inflan ya
vacías y las hacen reventar de un solo golpe. También de golpe
se detuvo el tren. A Sebastián sólo le dio tiempo de cubrirse
la cabeza y protegerse del golpe de un montón de cajas de cartón
de color amarillo que iban en la carga y que volaron hacia donde
se encontraba.
-Ya era hora que llegáramos -dijo el huérfano
de sombrero-. Este pueblo es San Higinio, patrón; aquí
partamos un rato.
Ese hombre sin sombrero, empuñando un
machete gigantesco y con la mirada atónita por la emoción de
llegar a San Higinio, había sabido todo el tiempo que en
cualquier momento el tren llegaría a San Higinio y, aún sabiéndolo,
había hecho a Sebastián dejar su asiento de madera, le había
hecho salir por encima del tren trepando como una lagartija, le
había hecho presenciar el globo de la tía y, no contento con
eso, había puesto su vida en peligro al hacerle acercarse a la
boca del cañón de algún insólito proyectil, sin contar con
su posible muerte por aplastamiento por cajas de color amarillo
de contenido desconocido. Sebastián apretó los dientes, apretó
los labios, apretó hasta los folículos pilosos y lo mejor que
pudo hacer entonces fue sacar un billete de su pantalón y dárselo
al hombre.
-Cómprate un sombrero -le dijo.
Una hora y media después, seguían en San
Higinio y el tren no se movía. Hubiera dado tiempo de ir a
buscar a un médico para que viera a la tía, se dijo Sebastián.
Ya le llamaba "la tía" como si
hubiera sucumbido a sus vaticinios de emparentar con ella en ese
tiempo en que tanto hizo la lucha por meterle a su sobrina hasta
por las orejas. ¿Recordaría la tía aquella ocasión cuando
Sebastián y ella se vieron de lejos en una sucursal bancaria de
la capital y no se saludaron, al contrario, se hicieron los
desconocidos, y sólo se miraron de reojo? ¿Lo había visto
llegar? No, fue la tía la que entró después, creía recordar
Sebastián, recordando también la mirada de sorpresa que les
echó a él y a su amigo, la loca más divertida del ambiente.
Fue una tontería no haberla saludado, pero en esas
circunstancias, mejor había sido así.
La noche estaba entrada y el tren seguía en
San Higinio. Sebastián, con las piernas estiradas hasta el
asiento de enfrente ya había cogido el sueño, cuando lo
despertaron los gritos histéricos de las amigas de la
accidentada de esa mañana. El revuelo era porque tres hombres
con sendas maletas se aproximaban a toda carrera hacia el tren.
Nada más treparse, el tren reinició su marcha.
Eran tres chinos de mediana edad vestidos con
riguroso traje negro, bombín y chaleco incluidos, que
polvorientos hasta su primera línea ancestral se acercaron a
los asientos de Sebastián. Con el lenguaje universal de las
sonrisas hacían numerosas reverencias ante Sebastián y sin
decir nada se sentaron en los tres asientos que lo rodeaban.
Estupefacto ante semejante desfachatez, Sebastián habló desde
su ronco pecho y les dijo:
-Lo siento, pero está ocupado.
El mayor de los tres chinos se dirigió a uno
de los otros:
-Ho-Ching, ya oíste al señol, siéntate pol
allá -indicándole otra hilera.
-Inquieto, Sebastián insistió en que los
otros asientos también estaban ocupados.
-Peldone, pelo ¿cuántos son usteles?
-inquirió el chino mayor.
-Vengo yo solo -respondió Sebastián- y
además ¿a usted qué le importa?
-Cuatlo asientos pala un hombre solo, no lo
complendo -dijo el chino mientas se rascaba el occipucio
inclinándose el bombín hacia las cejas. Y al tiempo que hacía
que el otro chino se pusiera en pie para cambiarse, seguía
repitiéndose en voz baja:
-Cuatlo asientos pala un hombre solo, no lo
complendo, cuatlo asientos.
Se acomodaron al lado opuesto del pasillo de
donde iba Sebastián y después de algunas horas de mirarse impávidos
los unos a los otros, sin decir palabra y sin mirar afuera, el más
chino sacó de su maleta una pipa de opio, la cual preparó con
una dedicación absoluta como si se tratara de una ceremonia
religiosa. Una vez lista, la dispuso para que sus acompañantes
empezaran a fumar, pero antes se volvió hacia Sebastián y con
un gesto le ofreció que la inaugurara. Con otro gesto de
aparente cordialidad, Sebastián le indicó que rechazaba el
honor y que trataría de dormir un poco. Sus deseos no pudieron
estar más alejados de la realidad ya que el chino prefirió
dejar el deleite de los sueños opiáceos a sus compatriotas y
en cambio se incorporó y se fue a sentar al lado de Sebastián.
-Quizá una poca compañía le ayude a pasal
el viaje -le dijo el chino con una actitud tan cordial que
Sebastián se sintió incómodo por haberlos echado de su lado
cuando se subieron al tren. Recompuso su postura y se dio cuenta
de que más le valía olvidar su intención de dormir un poco y
de que el chino quería plática.
-Y, dígame, ¿a qué se dedica usted aquí
en el norte del país? -preguntó con fingido interés hacia el
chino.
-Mi negocio son las dlogas, amigo, llevo
dlogas a los Estados Unidos -respondió con la mayor
naturalidad del mundo.
Sebastián no pudo disimular su sorpresa,
sobre todo porque el chino había soltado su respuesta con un
candor tal como si hubiera dicho que vendía estampas de la
Virgen de Guadalupe. Sebastián reconoció que allí había
material para una conversación que el chino estaba ansioso
porque se diera y que, de momento, parecía más entretenida que
echar vistazos al desierto nocturno entre pestañada y pestañada.
Se enteró así de que, a pesar de que el destino de los chinos
era el norte, éstos habían tomado el tren hacia la capital con
el fin de distraer a los soldados federales y que, en algún
momento de la ruta, los esperaban unos compañeros que los
llevarían en coche hacia su destino verdadero, habiendo
recogido previamente las cajas con droga que venían en el vagón
de carga.
-¿Por casualidad son unas cajas de color
amarillo? -preguntó Sebastián con cierta mala intención.
-Sí, ¿cómo lo sabe? -se inquietó por
primera vez el chino.
-No, por nada, por asociación de ideas.
Su conversación se fue haciendo cada vez más
personal y, cuando apuntaba el día, los primeros rayos del sol
ya muy candente descubrieron dos escenas por demás
contradictorias. Por una parte, los dos chinos silenciosos dormían
despatarrados, uno debajo del asiento y otro con una pierna en
el respaldo y medio cuerpo colgando hacia el pasillo. Por la
otra, a unos metros del tren aparecía una estación que, como
si fuera un espejismo, se levantaba en medio del desierto en un
vergel de árboles y flores. Cuando el tren paró su marcha el
colorido se vio aumentado por la presencia de una comitiva que
vestía festivamente y que, junto con una banda de música, se
acercaba al vagón de Sebastián y los chinos. Una voz
impersonal y clara dio el aviso a todo pulmón:
-Nuevos Ricos, ciiiinco minutos.
En esos instantes la banda empezó a tocar
mientras las señoras de la amiga accidentada brincaron todas a
una, sobresaltadas por la música y con las muestras evidentes
de que el sueño las había más que sorprendido. Como gallinas
alborotadas no paraban de hablar al mismo tiempo sin que ninguna
se atreviera a asomarse por la ventanilla ni a bajar del tren.
Corriendo y chocando entre sí gritaban: "Ay Jesús, pero
si ya llegamos"; "Clarita, páseme usted el
peine"; "Quítese las chinguiñas Florita";
"Pero si ahí está el presidente municipal";
"Trae usted el sombrero de lado Luchita"; "Quién
se va a asomar?".
El que dirigía la comitiva había empezado
ya un discurso en donde proliferaban las alusiones a las
preclaras damas de esta insigne localidad que en esta hermosa mañana
devuelven la alegría perdida a un rincón humilde pero sincero
de nuestra hermosa república. La concurrencia reclamaba que
Luchita, la Presidenta de las Damas Pro-Hogar del Presidiario
Descarriado, se asomara para recibir un gran ramo de flores y
justamente en el momento en que se animó a hacerlo, una vez
recompuesta y maquilladas las orejas, se oyó la voz clara y
potente que gritaba:
-Váaaaaamos...
Y en ese momento arrancó el tren. La
estupefacción fue general. Los músicos interrumpieron su
marcha; el presidente municipal se quedó boquiabierto con el
ramo de flores extendido hacia el vacío y las señoras,
mientras unas se seguían arreglando sin enterarse de nada,
otras gritaban histéricas que pararan el tren y alguna
compadecida recogía a Luchita que había sufrido un desmayo.
Entre la confusión, Sebastián alcanzó a oír al chino que decía
entre dientes:
-¡Calajo!
-¿Qué le pasa mi amigo? -le preguntó
preocupado.
-Que entle la comitiva estaba el colonel Lodlíguez,
que es el fundadol de la Bligada Contla la Expansión de la
Dloga Asiática y, como complendelá, mi más feloz enemigo
-le respondió pausadamente.
-¿Y lo vio a usted? -inquirió Sebastián.
-Como yo lo estoy milando a usted -dijo el
chino- pelo no se pleocupe, dentlo de poquito lato vamos a
llegal a la Escalela...
En efecto, el paisaje empezó a cambiar y
poco a poco fue quedando atrás la planicie del desierto para
dar paso al accidentado terreno de la Sierra de Santa María del
Centro. Por primera vez Sebastián vio al chino muy nervioso.
Impaciente, consultaba el reloj y se asomaba a la ventanilla.
Por fin, se levantó de su asiento y fue en dirección a la máquina
del tren. Al cabo de un rato volvió satisfecho y le dijo a
Sebastián:
-Ya me aleglé con el maquinista y desde aquí
a La Escalela vamos a il a toda máquina -indicando con ello que
conocía la ruta a la perfección.
El tren tomó una velocidad hasta entonces
desconocida mientras los viajeros brincaban en sus asientos y
los viejos vagones de madera rechinaban por todas partes.
Llegado un momento el chino avisó a Sebastián:
-Venga usted, aquí nos bajamos.
Tal y como lo anunció el chino, el tren se
detuvo en tanto que el revisor apuraba a los viajeros a
abandonar el carro y a bajarse a la ladera de un precipicio,
mientras explicaba: "Es muy peligroso quedarse a bordo del
tren mientras sube por La Escalera. La pendiente es muy
pronunciada y la Compañía suplica a los señores pasajeros que
comprendan que hay que aligerar el peso para que el tren pueda
subir. Hagan el favor de abandonar sus asientos".
Se formó un nutrido grupo de pasajeros que,
con todo y maletas, empezaron a caminar por las vías, detrás
del tren. Algunos casi a gatas, otros sofocados por el calor del
mediodía, y otros, como los dos chinos silenciosos, más
dormidos que despiertos, escalaban la colina prácticamente
trepando por los durmientes como si se tratara de una escalera.
Al llegar a la cima, el tren esperaba a los viajantes que sin
guardar ningún orden querían montar como pudieran buscando una
sombra.
Sebastián notó que el chino había
desaparecido y, creyendo que había ido en busca de sus amigos,
se apresuró a trepar al tren. Se sorprendió al encontrar
adentro a los dos chinos que ni tardos ni perezosos se habían
vuelto a acomodar para seguir durmiendo. Preocupado por la
ausencia de su amigo, se asomó por la ventanilla para ver si lo
encontraba, cuando lo vio acercarse corriendo con pasos pequeños
aunque veloces, en compañía del hombre con sombrero nuevo, el
del vagón de la carga. Acalorado y abanicándose con el bombín
le dijo a Sebastián mientras se sentaba junto a él:
-Pol allá vienen los hombles de Lodlíguez a
caballo. Asómese y velá la nubaleda de polvo.
Mientras Sebastián lo hacía, el tren empezó
a arrancar muy despacio, cuando de repente, se empezó a ir
marcha atrás, con el natural sobresalto de todo el pasaje, que
ya se veían desnucados unos, y con la máquina encima de sus
tripas, otros. Con un gran esfuerzo las ruedas empezaron a girar
hacia delante y poco a poco el tren empezó a caminar
normalmente. Un suspiro general inundó el ambiente. Todos
respiraron con alivio, excepto Sebastián, que, todavía asomado
por la ventanilla, veía como el vagón de carga se desprendía
del resto del tren y resbalaba a toda máquina, escalera abajo
y, a gran velocidad, descarrilaba justo encima del precipicio,
hasta caer al fondo del barranco.
Desolado, volteó a ver al chino quien, con
una amplia sonrisa le dijo:
-No se pleocupe usted, este tlen siemple hace
lo mismo.
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