X Premio de narraciones breves "Antonio Machado" (1986)
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Edición de 1986 |

Edición de 1995 |
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Primer premio
Un tren de verano
Álvaro Labrador
Álvaro Labrador, ganador de la X convocatoria
del Premio "Antonio Machado", se licenció en Derecho por la
universidad Complutense de Madrid y realizó estudios de
filología inglesa en la universidad de Berkeley (California). Ha
trabajado en el sector del turismo y ha sido asiduo colaborador
en el diario El País. Ha publicado entrevistas y relatos en
varias revistas y diarios españoles. Uno de sus relatos ha sido
traducido al francés en el libro antología de cuentos eróticos
españoles “Les mauvaises fréquentations” junto a Manuel Vázquez
Montalbán, Esther Tusquets, y otros autores españoles. Su última
novela Argia (luz en euskera) cuenta la historia de un dirigente
de ETA en los años de plomo, su trayectoria dentro de la banda,
el conflicto vasco y su proyección en las familias vascas.
Un tren de verano
Tendría que dar un salto para no tropezar con la cabeza rubia de
la bella durmiente. Se detuvo en mitad de la noche, en medio de
la velocidad, para contemplarla. Se recostó en una de las
puertas correderas que abrían a los compartimentos, y paso allí
un largo rato contemplando aquella maravilla rosada.
Dormía tendida en el suelo del pasillo y se movía rítmicamente
en el bamboleo suave del tren en marcha. Dormía en la alta
noche, despreocupadamente, fatigada por el cansancio de unas
semanas de correteo por el país. Hacía calor en este julio
sofocado viajando a través de la meseta castellana y por eso la
ninfa rubia estaba despejada de ropas. Vestía, tan solo, un
traje blanco, como un canesú de puntillas y bordados, una
especie de enagua payesa. Era, en todo caso, un vestido corto,
un traje infantil, menguado y blanco, puro.
Joaquín dudaba que esta muchacha fuera pura, virgen en su traje
blanco como parecía aparentar. Era, más bien, un traje ingenuo,
coqueto, que la chica usaba por comodidad, por moda. Y había
elegido bien porque en él transparentaba esta mujer rubia toda
la belleza de sus escasos veinte años. Joaquín permanecía de
pie, recostado sobre la puerta, sin avanzar, sin querer
despertarla.
Había otros cuerpos alrededor. Eran estos meses calientes de
verano la estación en que las emigraciones jóvenes de la Europa
nórdica y rica volaban, como pájaros de temporada, a las tierras
cálidas del sur. Eran estos chicos turistas informales y
desastrados, pobres con tarjetas de crédito asomando por entre
vaqueros raídos. Recorrían una decena de ciudades y dormían en
el tren para acortar tiempo o para ganar dinero a los hoteles.
Viajaban desorientados, alborotados, andrajosos, pero siempre
pedían las cosas por favor, muy educadamente. Viajaban con la
confianza de una aventura pagada en divisas fuertes y el número
del consulado en la bolsa metida en la entrepierna. Eran
atentos, liberales, inquisidores.
Había en el tren otros cuerpos, también jóvenes, desaliñados,
robustos. Eran cuerpos que lucían toda la cultura de una
educación de pago, una alimentación de proteína, un deporte de
gimnasio. Eran cuerpos majestuosos, depósitos de rentas per
cápita elevadas, sueños de cuerpos. Sobre todo los de ellas,
pensaba Joaquín. Se enamoró enseguida de los cuerpos perfectos
de las mujeres nórdicas que eran tan altos, tan formados, tan
esbeltos. Cuerpos de ejercicio y amor, que habían amado y
experimentado y que ahora viajaban luciendo su vida y su
belleza. Las mujeres nórdicas eran, además, espíritus libres que
paseaban su independencia por los pasillos del tren, inundándolo
con sus formas, dándole un aire sensual y provocativo.
Había como otros años, como otras noches, cuerpos sembrados a lo
largo de los pasillos del tren que le habían crecido como una
cosecha rubia y bella al calor del verano y la aventura. Joaquín
esta noche, como otras muchas veces, andaba por los pasillos del
tren a saltos, cuidando el pie para no aplastar una mano
dormida, para no enredarse en un mechón de pelo desparramado.
A Joaquín esto le divertía bastante al principio. A sus
veinticuatro años era como seguir jugando a atravesar el río por
entre las piedras cuando el estiaje lo hacía más mísero. Había
aprendido a distinguir bien las naciones a través de los cuerpos
de estos jóvenes forasteros, de sus ojos, de sus cabellos. Por
primera vez desde que salió de Valladolid, Joaquín sabía de
razas, de lenguas extranjeras, de pechos sin sujetador.
Esparcidos por los pasillos, con sus mochilas, bultos, sacos,
estos adinerados vagabundos aparecían cada año cuando la
canícula arreciaba. Joaquín los admiraba. Se había enamorado,
desde que entró de revisor en los trenes, de estas muchachas
limpias y desordenadas, de cabello alborotado, de sonrisa fácil.
Caminaban de aquí para allá con su paso grácil y desenvuelto. Se
inclinaban en las ventanillas, y el viento volaba todo su
cabello de oro en la velocidad de la marcha.
Y por la noche dormían. Dormitaban en todos los espacios que el
tren inundado ofrecía. Dormían plácidamente, sin contención,
rendidamente. Hacían del tren un extraño e insólito cuerpo
colectivo, un ser movedizo, rubio y risueño. En el tren,
sospechaba Joaquín, se amaban las parejas, y había tenido que
sorprenderse alguna vez al descorrer cortinas echadas y
presenciar un amor nocturno y desvergonzado. Andaba por ello
cauteloso ahora, cuando en mitad de la noche, recorría nictálope
los vagones de su tren.
Un tren que avanzaba sordo en la noche por la meseta árida como
un hilo metálico y hueco serpenteando los caminos, con su carga
viajera y juvenil en el estómago, deslizándose por los campos
segados de un verano que se hacía tórrido. El tren marchaba
errabundo para estos muchachos que mañana despertarían en otras
ciudades para seguir corriendo sin rumbo. En sus entrañas
viajaba la chiquillada nórdica contemplando con asombro la yerma
planicie agostada. El tren viajaba lento, monótono, con sus
tirones periódicos, ceñido a las vías, contoneándose en las
curvas. Por la noche abría un reguero de luz y penetraba los
túneles, escalaba montañas, sorteaba tajos y desniveles, pero su
público dormido no veía ya este magnífico espectáculo, no veía
el lento surcar de tierras, la movilidad de gusano con su
linterna en la frente con una luciérnaga metálica y silbadora.
Saltando por entre los cuerpos, esquivando cabezas, vadeando
macutos, con equilibrios de funámbulo Joaquín hacía una labor de
espionaje. El tren, como otras noches, dormía y Joaquín lo
despertaba poco a poco pidiendo billetes, inquiriendo
suplementos, amonestando abusos. Pero no le gustaba a Joaquín la
labor represora. Sonreía embelesado cuando la joven nórdica,
inocente y atrevida, se echaba en el tálamo ferroviario para
recibir un poco de amor.
Joaquín se complacía mirando cómo estas niñas rubias hacían del
sexo una experiencia viva, un trasunto de vida. Era el sexo que
practicaban un tirón urgente de deseo, un capricho vacacional y
lúdico, un sexo fruto del viaje excitado y presuroso, de la
promiscuidad confusa de sueños y cuerpos en los corredores
mientras la marcha cadenciosa y suave del ferrocarril propiciaba
un coito blando, lento, acariciante. Un ayuntamiento ocasional y
casi inadvertido.
Eran así las noches en los trenes de verano noches calientes
también de sexo, noches acunadas por estas ardientes mujeres del
norte, mujeres de frío y pasión, mujeres que hacían una
simbiosis de amor con el tren. Éste les daba su velocidad, su
movimiento, sus pasillos, compartimentos, sus ventanas abiertas
al campo, sus noches de viaje y estrellas, y a cambio ellas
transformaban su cara fuliginosa y tubular haciendo de él un
tren apasionado y sexual. Un tren muy distinto.
Joaquín recorría así este tren de verano cargados de muchachas
rubias y fecundas, las miraba muy serio, y tímidamente les pedía
el billete y se marchaba rápido con un poco de amargor en el
corazón. Había intentado, a veces, la conversación, la
conquista, la seducción del ferroviario. Había sido imposible. Y
eso le enojaba. Le frustraba más, mucho más, que los rechazos de
Puri, su novia vallisoletana, a la que veía imposible abordar en
su castidad integrista, con su moral depurada de breviario y
misa. Por eso cuando Joaquín veía a estas chicas libres,
desenvueltas, accesibles y al tiempo por alguna razón
prohibidas, se le quedaba un resquemor de injusticia en los
ojos.
Era entonces cuando él les daba puntapiés en las ijadas para
despertarlas sonriendo su aturdimiento de madrugada mientras
revolvían sus cosas para encontrar el billete. Joaquín las
miraba desde lo alto, uniformado, serio, resentido. Les hablaba
en un castellano veloz, murmurante, incomprensible. Y la
extranjera le miraba estólidamente, borracha en su ignorancia y
sueño, sentada y boba. Era así como a Joaquín le gustaba verlas.
Indefensas y aturdidas. Sus cuerpos parecían entonces más
asequibles. Sudados en el revuelto de ropas y plásticos se
desperezaban buscando un billete que nunca encontraban. A menudo
empezaban así un strip-tease involuntario y sonámbulo a la
búsqueda del billete, busconas de su propio cuerpo por donde
andaba la bolsa mágica del dinero y la documentación. Sonreía
Joaquín al ver cómo se palpaban tratando de encontrar la bolsa,
metiendo la mano por entre los pechos y llegándose incluso hasta
el sexo, cosa que le parecía una obsesión innecesaria.
Cuando al fin encontraban el billete, siempre había un déficit
de tarifa, una clase equivocada, un itinerario confundido.
Joaquín explicaba entonces, serenamente, que debían regresar a
Huelva y tomar el tren de las 19.15 y no el las 22.30 horas como
por equivocación había sucedido. Era entonces cuando Joaquín
verdaderamente amaba a la niña. Con un puchero en la boca,
rogando dormir un poquito, se incorporaba, cogía sus bultos e
idiota se abandonaba a la explicación absurda de Joaquín.
Frente a frente al revisor noctámbulo la muchacha miraba con
asombro. ¿Qué hacía ella en este tren fantasma viajando en la
noche hacia no sabía dónde? Se sentía secuestrada, presa en un
tren penitenciario, hablando en la tiniebla con un hombre que ni
conocía ni comprendía y que le había despertado para decirle que
debía regresar a Huelva. ¿A Huelva otra vez? ¿Qué había en
Huelva que mereciese la pena volver? Quería parar el tren.
Bajarse de esta pesadilla y regresar a casa. En su país,
pensaba, no ocurrían cosas así. En su patria no la despertaban
en la madrugada, cuando su sueño era mas fructífero, para
decirle que debía regresar a Huelva ni a ningún otro sitio. En
su país viajaba en avión, en coche, en bicicleta. Y cuando
viajaba en tren lo hacía sentada en mullidos asientos
reclinables. Viajaba de día, bebiendo el paisaje nevado,
forestal y limpio de su tierra. Tenía que regresar a Huelva.
Deshacer el camino. Deshacer un poco de su vida, volver a una
ciudad fea y húmeda, con gente que la acosaba, machos que la
miraban lúbricamente, que incluso se atrevían a palpar su culo
cuando pasaban a su lado. ¡Jamás volvería a Huelva! Pararía este
tren estúpido que la conducía a algún sitio que ella desconocía,
buscaría el número del consulado que tenía escondido en algún
recoveco, por entre algún pliegue de su corto vestido, y pediría
protección contra este abuso, una reclamación por despertarla en
la noche para pedirle un billete y decirle que debía regresar a
Huelva. ¡Oh, tenía mucho sueño! Deliraba. Apoyada en la
ventanilla, mientras el paisaje pasaba veloz por su espalda,
miraba al revisor. Con los ojos entornados, un poco hinchados,
miraba al revisor que le hablaba ahora despacio, dulcemente.
¿Por qué le cogía la mano? Le hablaba susurrante al oído
explicándole itinerarios alternativos. Ella, sin embargo, tenía
sueño. No comprendía bien lo que decía este revisor descarado
que sostenía su mano acariciándola y sonreía bobalicón mientras
recitaba una letanía de horarios y ciudades. Ella quería dormir,
no quería, en absoluto, regresar a Huelva, y quería, además, que
este desconocido soltase su mano.
Joaquín comprendía la dificultad de la empresa. Cómo explicar a
través de horarios y conexiones que estaba enamorado de la
chica. Cómo decirle en clave de enlaces ferroviarios que sus
ojos azules eran puros y profundos, y que su cuerpo maduro y
juvenil le incitaba a abrazarlo y a besarlo durante el resto de
la noche.
Joaquín se sentía cansado y abandonaba pronto la presa con una
sonrisa de comprensión y hastío. Se alejaba dejando a la nórdica
en su confusión y sueño, apoyada en la ventana y mirando al
vacío, igual que él estaba ahora apoyado en la puerta corredera
contemplando a esta nueva chica que dormía en el suelo, envuelta
en su leve vestido blanco.
Joaquín recordaba a su Puri. Puri era distinta. Alegre también,
pero distinta. Puri era una mujer pasada por un sol abrasador,
un bochorno de tradiciones, un fuego de catolicismo. Eso,
pensaba Joaquín, la había agostado. La había enquistado en unas
maneras sacristanas y pulcras que Joaquín odiaba, y él lo que
precisamente amaba era la suciedad de estas mujeres limpísimas,
Sus ropas sucias, su cabello sucio, sus manos sucias, y sin
embargo tan limpias.
Se preguntaba Joaquín cómo no olían estas mujeres sucias.
Recordaba a Puri, siempre limpia, oliendo a afeites y colonias.
Era un olor sucio de perfumes baratos, de esencia de droguería.
Joaquín amaba la suciedad pulcra de estas mujeres rubias como de
oro. Pensaba Joaquín en el acicalamiento como aderezo de la
fealdad. Puri no era bella como estas muchachas y es por eso que
quería disimularlo con cosméticos y perfumes. Obviamente
empeoraba.
Pensaba Joaquín en cómo le gustaría emigrar con una de estas
doncellas a la libertad nórdica de un paraíso de mujeres sucias.
Abandonó Valladolid, abandonó Puri buscando la libertad. Quería
conocer lugares y gentes diferentes cada día. Se ahogaba en
Valladolid y quería viajar. Conocer mundo. Había entrado de
revisor en RENFE.
Ahora viajaba cinco días a la semana y conocía demasiada gente,
multitud de viajeros. Era un perpetuo trotamundos recorriendo
caminos alocadamente, hablando con multitudes desconocidas. No
eran éstas, sin embargo, las andanzas que había imaginado. Las
mujeres se le escapaban tras el billete y las ciudades
desaparecían sin apenas ser vistas. Su tranquila casa de
Valladolid se había convertido en una plataforma rodante y veloz
y él en un transeúnte apresurado buscando billetes, en un espía
de mujeres fugaces.
Echaba de menos a Puri. Sus conversaciones eternas, puntillosas,
detallistas. Puri le ofrecía Valladolid, hijos, tarde de sol y
vacaciones en familia. Puri era la quietud de la vida. Una vida
transcurrida en paz, en sábados de cine y domingos de aperitivo
y paseo. Puri era la tranquilidad de una vida en el cobijo del
hogar. Puri era, o sería, la esposa, la madre, la niñera, la
cocinera y muchas cosas más. Puri era el sexo desconocido, el
beso ligero, el cuerpo huido.
Joaquín se imaginaba una vida vivida junto a Puri. Se imaginaba
una muerte lenta junto a Puri, una arteriosclerosis de vida, una
vejez prematura, un ocio ocioso de domingo, un maquillaje de
vejez aún en juventud. Por eso Joaquín se marchó. Se marchó a
viajar a conocer gentes, a revisar billetes de tren.
Quería conocer muchachas que no fueran como Puri, novia, esposa
y madre. Una mujer como esta ninfa dorada de vestido blanco.
¿Qué ofrecería esta mujer? ¿cómo serían sus besos? ¿cómo serían
las tardes de domingo junto a ella? ¿Habría, acaso, tardes de
domingo para esta mujer o sería su vida una vida eterna sin
días, sin domingos con misa, sin visitas familiares, sin dulces
de pastelería? Joaquín podía difícilmente imaginar cómo sería la
vida diaria de estas chicas que parecían tan diferentes, tan
insólitas. ¿Cómo una mujer tendida en el suelo de un ferrocarril
mostrando su cuerpo casi desnudo, con sus pechos grandes y
fuertes adivinándose a través del fino tejido de su vestido, sus
muslos descubiertos, largos, robustos, podría actuar como Puri.
Su vida habría de ser, por fuerza, diferente. Más excitante, más
verdad, más vida.
Joaquín perchado en la puerta corredera meditaba estas cosas
mientras el tren, tren de verano, seguía con su marcha como
siempre ciego, con sus paradas constantes, ajeno a lo que bullía
dentro, a la diáspora nórdica y juvenil que cada verano lo
habitaba. Trenes de verano, trenes completos, trenes dormitorio,
como un coche-cama barato, popular y rubio. Y la chica dormía en
el suelo ajena a la mirada lasciva de Joaquín, el cuerpo
expuesto como si pidiera de él una religiosa adoración nocturna.
El traje blanco y escaso era como una orla a su desnudez, como
un santo viril que guardara la esencia de su hermosura. Dormida
en la velocidad del tren, en el calor de la noche, era una diosa
Venus excitando al pobre Joaquín. ¡Qué distinta de Puri! Pensó
él.
Amanecía, y el ferroviario se resistía a avanzar, a pedir un
billete a esta bella durmiente para continuar con su viaje
estúpido de días y distancias, se resistía a abandonar a esta
chica a la que le gustaría poseer siquiera por un instante.
-Billete, por favor.
-Perdón.
-Su billete, necesito su billete.
-Oh sí, un momento.
-Gracias.
El día amanecía y la mujer rubia, descalza y sucia, se
despertaba en el frescor de la mañana. El campo aparecía como
siempre seco, desolado, llano, vacío. El alba había enfriado
ligeramente la atmósfera tórrida del mes de julio y la muchacha
se asomaba a la ventana para respirar un poco. Para
despabilarse. Su cabello volaba en el viento. El tren parecía
querer despertarse también con la mañana y avanzar más y más
rápido, concluir con su tarea. Llegaría pronto a su estación de
destino para descargar el público que llevaba dentro, a las
ninfas rubias que habían hecho noche en su seno y en sus
entrañas le habían fertilizado con su procacidad y belleza.
Ella, la última, con su traje blanco y cortísimo se inclinaba
sobre la ventana tomando todo el viento fresco y silvestre que
el tren a toda marcha le ofrecía. Joaquín la miró por última
vez, y continuó recolectando billetes.
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