VIII Premio de narraciones breves "Antonio Machado" (1984)
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Edición de 1984 |

Edición de 1995 |
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Primer premio
Tatatlán, tatatlán
Jorge Cela Trulock
Escritor y periodista madrileño, ha
desarrollado su carrera profesional en televisión y prensa,
donde ha publicado multitud de artículos. Narrador prolífico,
ha publicado novelas, cuentos y libros reportaje. Junto al
Premio "Antonio Machado", jalonan su historia el
Ateneo de Valladolid o la Hucha de Plata, entre otros.
Es de noche, tatatlán, tatatlán; tatatlán,
tatatlán, lejano. Por entre la oscuridad. Acaso también el
ladrido. Los perros del cazador. El áspero susurro de las
llantas del coche sobre la arena, sobre la grava. Tatatlán,
tatatlán, entre medias del zigzagueo de las luces del coche,
del ladrido, de los pensamientos. Lejanía, cazador,
juerguistas, todo.
Después de la curva, tras el monte de la
Iluminaria, volverá a sonar, ya metido en la recta de la
estación de Cercedilla. Si sopla el norte, por leve que sea,
mejor, mejor se oirá o casi, sencillamente, se sentirá entre
los demás sueños de la noche de verano.
Todo es festivo. La noche. La paz. El sonar
de sus ruedas. El trabajo, la vuelta a él, algo distante. Es
mejor no dormir. Ya lo decía Viola. Se pierde mucho tiempo
soñando dormido. Hay que estar en vela, continuamente.
Perdemos, si no, un tercio de vida con estar en la cama.
¡Hombre!, decía, un tercio de vida tampoco, la cama también
sirve para otras cosas.
Debe dar el sonido contra la pared del
caserón que pilla por nuestro lado, por donde está la
habitación, y allí choca y así nos llega el tatatlán,
tatatlán; tatatlán. Una música, toda una letra de promesas,
de gratos futuros. Cuando, vayamos a Asturias, como todos los
años, antes de Navidad, que haya nieve... Entonces, el viento y
los rumores contra los vagones se convierten en seda. Un suspiro
continuado. Aún tendrán que pasar muchos días.
Llevaremos algo para leer. Unos bocadillos.
¿Para qué llevarlos? A estas horas será un mercancías. Las
vacas miraban al principio, o se espantaban, hace muchos años,
cuando el tendido. Después, en seguida, se acostumbraron hasta
los terneros recién nacidos; se conoce que desde el vientre de
la madre lo sintieron. Miraban, se inquietaban, ahora quizá ni
miren.
A la salida empiezan las grandes fincas. Si
pones atención hasta puedes ver un gamo, algún conejo. La
tierra está parda, el pino, el roble, quizá hasta algún
olivo. O así lo parecen. La tierra parda, seca por lo general.
Será muy agradable, como todos los años
(tocar hierro y madera para no gafarlo); su recuerdo, algo que
se te va de las manos nada más brotar en el pensamiento;
tampoco quieres retener, al contrario, lo dejas ir..., volverá
sólo a gratificarte gratuitamente tu interior. No cuesta pensar
cosas gratas, Tatatlán, tatatlán, te recuerda tantas escapadas
que, si nada lo impide, harás hacia algún lugar.
O a la estación, ¿León?, ¿Palencia?,
cuando ya ha caído tarde, ahora en invierno, que anochece tan
pronto. Siempre hay humedad o un filo que corta en mil cachos
cualquier rescoldo de calor. Es así. Y te arrellanas en el
butacón, que te haces casi tan pequeño, no más grande que un
ovillo. Y todo en esta noche de verano, templada, sugerente
entre la penumbra de una luna no llena, pero todavía fresca. Se
recorta el armario, la hoja derecha de la ventana abierta, la
puerta contra la pared, su hueco hacia lo más oscuro que desde
la cama se puede observar.
Y nos lleva, y nos hace escapar, dejar atrás
la monotonía -tatatlán, tatatlán-, el soniquete repetido de
cada vida, de cada día, el hábito que te permite de cuando en
cuando echar la casa por la ventana abierta, la puerta cerrada
contra la pared, su hueco hacia lo más oscuro..., echar la casa
por la ventana y tomarte, entonces, la copa (en la copa robada
en aquel cocktail) de un valdepeñas fresquito de la nevera.
Poca cosa y tantísima cosa. Una cuenta imperfecta que siempre
sale exacta.
-Puedes mirar a la derecha de la embocadura
del túnel, en la pared de piedra curvada por el paso de los
convoyes, un cartel en el que está escrito el número que hace
en la cuenta de todos los túneles del trayecto. Y cuando el
número empieza a ser alto, ¿qué sé yo?, el cincuenta o el
sesenta, ya estás en pleno monte y hay nieve y nieve y hombres
que trabajan y se hacen a un lado cuando pasas sentado en la
butaca.
Al caminar de la luna, la penumbra va
moviéndose en el cuarto. Ahora, un brillo que llega de la zona
oscura de la casa, al otro lado del hueco de la puerta del
dormitorio, se puede ver si abres los ojos. El tren ya pasó por
el pueblo normalmente hasta mañana no llegará de nuevo el
tatatlán.
-Ayer parecía que el tren quedaba ahí
mismo, al otro lado del pilón, se conoce que el viento...
-Pero ¿por dónde pasa?
-¿Ves aquella arboleda...?, por allí está
la vía. Por las noches, si lleva luces, lo puedes ver..., un
momento sólo.
Es un silencio, una bóveda, y en su centro
tu cama. Acaso el cricrí de los grillos, pero cada vez se oyen
menos, o el rasgar del aire se hace viento, o una voz de alguno
que sueña en alto. Te acompaña el silencio de todos los días,
el respirar de la casa, la tenue luz de la lámpara apagada hace
ya horas. Los muebles apenas recordados. Y sobre todo el
silencio que todo lo difumina. Escuchas..., tatatlán,
tatatlán, el tren pasó por hoy, el viento está calmo ahora,
el grillo parece que descansa, el coche llega a cualquier lado.
Algo va entrando de nuevo hacia las zonas del sueño. No las
puedes recordar porque ya son tuyas, porque eres tú mismo hecho
carne, sueño, vigilia, viento, tren, silencio. Tatatlán,
tatatlán; tatatlán, tatatlán, casi hasta el infinito, las
horas infinitas que te hacen llevar de un lugar a otro lejano.
No importa dormir, mañana es fiesta, se puede perder el tiempo
sin hacer nada. El fanal de lo tuyo ha dejado de existir.
Aquello sólo es geografía. Un punto en un mapa, al pie de unas
montañas viejas, piedra, piedra, y en tiempos, sobre todo ello,
el águila voladora de las alas inmensas cubría el horizonte de
este a oeste, nublaba el sol con su extensión, agarraba el aire
con los garfios de sus patas. Ya pasó su reinado.
Y tienes que mantener un equilibrio en el que
tenga cabida la casa, la libertad, los hijos, el verano, los
ruiditos de la noche y la espera del día que arranque el tren
que ha de llevar, tatatlán, tatatlán, poco a poco, a un lugar
lleno de amigos y de alegría. Son las pequeñas recompensas que
alcanzas de tarde en tarde y que mantienen la llama sagrada de
la vida.
Todavía el trazado de las vías tiene largas
rectas. El llano se extiende por detrás mirando al sur, por los
lados naciente y poniente; delante del norte alcanzándolo a
cada instante. Aún hay rectas largas, casi interminables, pero
al fondo, frente a la vista que se puede alargar todavía
kilómetros y kilómetros, por entre aquellas pequeñas
formaciones de nubes, el llano parece que quiere ir acabando.
Quizá no sean más que unos conjuntos vegetales distintos,
desperdigados, nacidos por casualidad, vivos por la tolerancia
del hombre, situados entre las colindantes porciones de campo
roturadas. Quizá no sea más que eso, o conocimiento de uno que
adelanta el futuro.
Miras para el interior, no se puede fumar y
aquel desconsiderado fuma; bajas los ojos hacia el libro, y ya
no recuerdas por donde andabas; los ojos se cierran levemente, y
no es dormir, tatatlán, tatatlán, es que te quedaba algo por
soñar. Unos instantes, mientras el llano sí que se está
haciendo distinto, abrupto; los arbustos brotan por los
altillos, recovecos, pendientes. Delante se ve ahora claro por
la nueva perspectiva que permite la curva; aparecen los primeros
declives del monte que se avecina.
Por entre las nubes, que poco a poco se han
ido tupiendo, surge algún alto incluso desafiante, canoso en
sus laderas, blanco en sus puntas, difuminado en la penumbra de
tarde casi vencida. El campo se ha tomado verde; la humedad se
manifiesta. Es el milagro del tiempo que levemente, tatatlán,
tatatlán, se nos ha ido echando encima. A partir de ahora, a
nada que corran las manillas del reloj, veremos las cosas cuando
estén encima: la nieve al tiempo que podamos intuir su frío a
través de los cristales de las ventanillas, el paisaje cuando
la ladera -cascada de agua y verde- se muestre al alcance de la
mano, antes de entrar o salir de un túnel. La noche ha llegado.
Ahora, en invierno, pronto. Los ojos se vuelven al interior del
vagón: el trasiego, las caras, los cuerpos, el libro, la
lectura intermitente. Es claro, el cuerpo se va cansando, se
cansa de todo. Será Villamanín o Pola de Lena, donde trabaja
Juan con el francés.
Se va cumpliendo el ritual de cada año,
¿cuántos años ya? Y el reloj del cuerpo parece que ya andaba
pidiendo esta muda, este cambio, ese darle, algunas vueltas a la
cuerda de los recuerdos. Primavera, verano, otoño, invierno.
Así es la rosa, así es la flor, cualquiera, así es el premio
que el burro lleva al final de la pértiga que el caballero prepara
desde la plantación de zanahorias a su casa de Asturias, donde
espera Lola.
El tatatlán, subiendo, se hace más lento.
Habría que grabarlo y escucharlo al tiempo de estas palabras
escritas, porque poner, por ejemplo, es un suponer,
ta...ta...tlán, no dice nada y además es una tontería.
El caso es que estas rampas nevadas, que se
llevan entre sus copos casi todo es estruendo de chasis y
ruedas, hacen que el convoy vaya más lento.
Por el valle andarán los lobos, acaso los
osos, sin duda los caballos casi sin amos. Las crines sueltas,
el cuerpo rechoncho, el bocado presto, igual que la coz. No sé
aprehenderlo todo en una sola vida, no hay brazos, ni cabeza, ni
ojos, ni seguramente fuerzas, por joven que te sientas, para
coger con un cabo todas las cabezas de ganado, ni ninguna; ni
miradas que consigan abarcar todo lo que la carne hecha rayo
quisiera mirar; ni vida tan larga para poder amar a la misma
mujer infinitas veces.
No, el tren sigue, acercándose mientras
empieza a amanecer, al menos la claridad así lo afirma, y entre
sueños ves que por el hueco de la puerta, desde la cama,
aparecen algunas formas de la construcción, más intuidas por
conocimiento que evidentes.
Sí, será un viaje agradable, tocaré hierro
y madera, como el de todos los años; arrugaré en un
escalofrío de preocupación todo el cuerpo, para no gafarlo.
Todavía no es día, queda aún tiempo para pensar durmiendo,
con los ojos cerrados mientras todos los trenes del mundo
comienzan a llegar a sus destinos.
Tatatlán, tatatlán. En el duermevela del
amanecer se confunde el mercancías lejano y la campana de la
ermita a un paso del pueblo. Ya no se pueden abrir los ojos, si
así lo hicieras la luz se te metería en ellos y no podrías
dormir más. Es época de vacación y hay que aprovechar.
Respirar hondo de cuando en cuando para que se llenen los
pulmones de cosas agradables. Los ruidos, con el amanecer
templado del verano, se hacen levemente graves. Debió ser la
ermita. No quieres despertar. Los recuerdo disparados hacia el
futuro piden volver, quieren no dejarte. Pero en el amanecer,
todos los amaneceres del mundo se han instalado en ti, se
apresura el pensamiento a vivir la alegría de la luz.
Pasado Mieres todo está a la mano. Lo ves en
la gente, lo ves en los montes de carbón en las largas cintas
de transporte, en la vía que se hace visible en la tendida y
prolongada curva.
Todo se confunde en unos momentos. Sueño,
futuro, deseo, son: la misma palabra que nunca se pronuncia.
Está instalada en la zona carnosa del cuerpo y resulta ser algo
inalcanzable, que rozas, que ves detrás de algún obstáculo
impreciso, que te ayuda a gozar que estás vivo, que te endulza,
o así te lo parece, el cuento que vives despierto, dormido, al
atardecer, cuando viajas, cuando lavas la vista con la primera
visión del día.
Amanece, es una evidencia. Sólo se puede
oír tatatlán tatatlán.
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