V Premio de narraciones breves "Antonio Machado" (1981)
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Edición de 1981 |

Edición de 1995 |
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Primer premio
Viaje por una terraza
Susana Gómez de la Serna
Madrileña, madre de familia y sobrina de Ramón
Gómez de la Serna ha seguido con éxito el camino literario
trazado por su tío. Aparte del Premio "Antonio
Machado" obtuvo galardones como el "Familia
Española" o el "Eugenio d'Ors" además de
colaborar con frecuencia en revistas y diarios así como en
televisión, lo que convierte a la literatura en su segunda
ocupación.
Vivíamos muy cerca de la calle de Alcalá.
Desde la terraza se divisaba un semáforo, parte de las rayas
amarillas del paso de peatones y, entre los tejados de las casas
de enfrente, la copa de un par de árboles del Retiro. Ante el
disco rojo se detuvieron los coches y cruzó la gente que
esperaba en el bordillo de la acera. Entre aquella gente
descubrimos a mi padre.
-¡Mira, allí viene papá! Y trae un libro
bajo el brazo. Eso es que le han pagado. ¡Le han pagado! ¡Le
han pagado! ¡Le han pagado...!
-No es un libro, es la Guía de
Ferrocarriles.
Las palabras de mi hermano me dejaron muda y
sin ilusión. A pesar de todo deseaba dudar para mantener una
oscura esperanza.
-No te hagas ilusiones. Ayer dijo a mamá:
"Si no me pagan, que es lo más probable, compraré la
Guía de Ferrocarriles". O sea, que de mar, nada.
Pero cuando sonó el timbre y corrimos para
abrirle la puerta y mis ojos se clavaron en el libro que traía
en la mano, estaba cuidadosamente envuelto en un papel blanco y
sin letra alguna. Imposible sospechar nada, ni siquiera lo peor.
-¿Cuándo nos vamos a ir, papá?
-Ya veremos. Tal vez la próxima semana.
-¿Pero este año iremos de verdad?
-Pues claro que iremos de verdad. Como hemos
ido siempre, hija mía.
Éramos cinco hermanos: tres chicas y dos
chicos. El mayor tenía catorce años y la menor siete. Nacimos
los cinco en Madrid y nunca salimos de nuestro pueblo. Sin
embargo, veraneábamos en Salinas.
Agonizaba el mes de Julio con un sol fuerte
que ponía al rojo vivo el suelo y la barandilla de la terraza,
y en el asfalto reblandecido de la calle quedaban impresos los
rombos de la suela de mis sandalias. Nuestros vecinos comenzaron
a marcharse: unos a la sierra y otros al mar. Y nosotros
seguíamos esperando, mientras mirábamos con recelo a la Guía
de Ferrocarriles que mi padre había colocado sobre la mesa del
despacho. Su presencia era una constante amenaza; nos miraba
como un espía burlón que lo supiera todo.
Pegados a la puerta de la habitación de mis
padres, pudimos escuchar la sentencia definitiva, inapelable.
-Hasta que no esté el libro a la venta, no
me pagan.
-Los chicos estaban tan ilusionados...
-Y yo también -agregó mi padre lleno de
tristeza-.
-Bueno, no te preocupes. Empezaremos a dormir
en la terraza.
Aquella tarde sacamos la cama de mis padres a
la terraza y colocamos junto a ella la lámpara de cordón
largo, que alcanzaba a enchufarse en el comedor, bajo la
reproducción del cuadro de Gisbert, en el que Torrijos y sus
compañeros están a punto de ser fusilados al borde del mar.
Pusimos también nuestros colchones sobre las baldosas rojas que
estaban todavía calientes.
No sé por qué era maravilloso dormir en la
terraza. No sé por qué todas las estrellas del cielo de Madrid
se apiñaban sobre nosotros.
Nos echamos en los colchones y mis padres se
sentaron en la cama: iba a empezar el ritual con toda
solemnidad. Mi padre, como único oficiante, encendió la
lámpara, se caló las gafas y abrió la Guía de Ferrocarriles
con ademanes de sacerdote en Misa cantada.
-Este año sí que va de veras. Dentro de
quince días nos metemos en el tren y...
Con la vista fija en la Guía de
Ferrocarriles, empezó mi padre a describirnos detalladamente el
viaje. Él conocía bien el camino de Madrid a Salinas. Hace
años, cuando era niño, iba allí todos los veranos. Era para
él Salinas un lugar extraordinario, donde el mar era más bello
que en ninguna otra parte del mundo. Desde luego no necesitaba
para nada la Guía de Ferrocarriles; era simplemente un adorno,
un requisito para dar más realismo a la ilusión.
-Llegamos a la Estación del Norte a las once
y cuarto en punto, un cuarto de hora antes de la salida para que
luego no haya apuros. Subimos las maletas por la ventanilla y
nos acomodamos todos en el mismo departamento. Queda una plaza
libre. Pero tenemos la suerte de que la ocupa un cura, que se
pasa todo el viaje leyendo su breviario y no interrumpe para
nada nuestra intimidad. En el reloj grande que hay en la
cristalera del andén se van colocando las manillas en
posición. Ya son las once y media en punto: silba la máquina,
se mueven y crujen los vagones... Vamos saliendo del gran hangar
a la luz de la noche. Más deprisa, más deprisa, más
deprisa... El pequeño Manzanares, la Casa de Campo, Las Rozas,
Las Matas, Villalba, El Escorial... Ya estamos al otro lado de
la sierra, enfilando hacia el castillo de Arévalo.
Pasamos muy deprisa por las estaciones de la
sierra, porque para mi padre tienen poco interés. Se hace más
lento el viaje por las eras y los castillos de Castilla. Las
parvas doradas y los castillos rojizos. El sol define las
siluetas y los raíles brillan con rectitud de infinito. La copa
redonda de un pino en la lejanía amarilla es como un hongo
humilde.
-El mar también es así de llano, de ancho,
de largo, de grande... Y cuando el viento agita la mies, surgen
olas sobre las espigas.
¡Qué calor hace en la estación de Venta de
Baños! Aquí se detiene el tren bastante y nos da tiempo a
pasear por el andén. Silencio de siesta matizado por las
chicharras y la respiración asmática de la locomotora. En el
muelle, trillos con el vientre repleto de pedernales y máquinas
aventadoras con su joroba roja.
Me distraje; perdí las palabras de mi padre
y estuve mirando un buen rato nuestros colchones y las baldosas
tibias de la terraza, las chimeneas de las casas de enfrente y
la lámpara que proyectaba su luz sobre la Guía de
Ferrocarriles. Escuché el sonido desigual e intermitente de los
coches que pasaban por la calle de Alcalá. No hay duda, me
había quedado sola en la estación de Venta de baños. Debí
permanecer allí varias horas sin darme cuenta, porque cuando
volví a oír de nuevo a mi padre el paisaje había cambiado y
ya no hacía tanto calor. No era llano, sino montaña; no era
amarillo, sino verde.
Sí, caminábamos por Asturias. Hórreos y
campanarios destacando sobre los prados, minúsculas carretas de
bueyes por campos de maíz, cielo nublado y túneles en el
Puerto de Pajares. Los túneles nos dejan a oscuras y el cura,
que no deja de leer su breviario, nos pide permiso para encender
la luz. Y puerto abajo nos deslizamos a gran velocidad.
-Ya nos quedan pocos kilómetros. Antes de
las ocho estaremos en Avilés. Un buen viaje; sin ningún
retraso.
La locomotora va frenando con martilleo de
topes y raíles. Pasamos ante la caseta del guardagujas y el
hombre nos saluda con su banderín. Por último, el andén de
Avilés.
-¡Pronto, las maletas! Hay que darse mucha
prisa, que el tren para poco tiempo.
Nos despedimos del cura, que responde con
cortesía pero sin levantar los ojos del breviario.
-¿Hasta dónde irá este hombre? Me quedo
con la curiosidad de saberlo. Seguramente será párroco de
alguna aldea de la costa.
Nos repartimos el equipaje. Menos mi madre,
todos llevamos alguna maleta, maletín o paquete.
-En cierto modo es una suerte que seamos
tantos, así nos ahorramos el mozo.
Recorremos unas cuantas calles de Avilés y
tomamos un tranvía antiguo y renqueante, pintado de amarillo
chillón. Despacito. Entre vaivenes y chirridos, llegamos a
Salinas cuando empieza a oscurecer. Mi padre no quiere que
veamos nada aquella tarde y nos mete en el hotel. Pequeño,
segunda categoría, manteles de hule y bodegones por las paredes
con mucha perdiz muerta. Mis dos hermanas y yo ocupamos una
habitación de dos camas. Yo comparto la mía con mi hermana
pequeña, mientras mi padre nos da las últimas instrucciones.
-Ahora a dormir. Quiero que mañana estéis
frescas y despejadas para poder ver bien el mar. Porque si no se
ve bien la primera vez, ya nunca en la vida se pueden entender
sus secretos.
Con el sol del día siguiente llegó el
momento. Mi padre nos ató un pañuelo a la cara para taparnos
los ojos y, ya en la playa, nos descalzó. Sentimos en los pies
las cosquillas de la arena seca. Luego, la arena estaba húmeda
y fresca. Llegó por fin la primera ola hasta nosotros y un
ruido grande y armonioso nos envolvió. Todos los instrumentos
de la orquesta atacaban aquel fuerte acorde que retornaba al
silencio para volver a empezar una y otra vez.
Y mi padre nos ordenó por edades formando
fila frente al mar. Me imaginé como Torrijos y sus compañeros
a punto de ser fusilados en el cuadro de Gisbert.
-Ahora os iré quitando el pañuelo uno a
uno.
-¿De qué color es? -preguntó mi hermana-.
-La gente dice que es azul. Pero tú lo
verás de muchos colores. Bueno, preparaos que voy a empezar.
Subió de pronto el enorme acorde y la espuma
nos llegó hasta la rodilla para durar un par de segundos el
cosquilleo de burbujas que estallaban sobre nuestra piel. Otra
vez el misterioso acorde, que semejaba el ruido del viento
arrastrando hojas por entre los árboles del Retiro.
Me desperté y vi que todos dormían. La
lámpara estaba apagada y la Guía de Ferrocarriles sobre las
baldosas, ya frescas. Cinco colchones y una cama a la luz de la
luna. Todas las estrellas de Madrid sobre nosotros. El ruido
lejano de un coche se fue acercando por la calle de Alcalá. Se
asemejaba al majestuoso acorde del mar y me adormilé pensando
en ello. Poco a poco fui sintiendo que era igual; que era un
ruido armonioso que llegaba desde muy lejos y que arrastraba la
frescura de los árboles del Retiro. Sí, ya sentía de nuevo
estallar las burbujas en mis pies.
-Ahora te toca a ti -dijo mi padre-.
Y me quitó el pañuelo, dejándome los ojos
libres.
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