IV Premio de narraciones breves "Antonio Machado" (1980)
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Edición de 1980 |

Edición de 1995 |
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Primer premio
Rosa la cordera
José María Rincón
Escritor fundamentalmente dedicado al teatro,
campo en el que además de varias obras estrenadas cuenta con
adaptaciones y premios como el "Nacional de Cámara" y
"Ensayo" y el "Ciudad de Barcelona". Nacido
en Palencia en 1927, fue responsable de dramáticos y guionista
en TVE. En el campo de la narrativa, obtuvo antes del
"Antonio Machado", una "Hucha de Plata".
Y como era de esperar, Pinín no volvió jamás...
Rosa, su hermana, siguió saliendo cada día
a ver regresar el correo de Oviedo, cuando pasaba silbando y
rugiendo por el "prao" de Somonte, tratando de atisbar
en los racimos de cabezas el rostro alegre de Pinín, cuando los
soldados iban poco a poco volviendo a casa... Aunque nos lo
manden enfermo, o tuerto, o manco, o sin un pie, yo trabajaré
para él; usted y yo, padre, trabajaremos para él.
Después, nada... Antón de Chinta se puso
enfermo, cansado de atosigar al cartero pidiéndole noticias de
su hijo, y la Rosa tuvo que quedarse en casa cuidando de la
huerta, atendiendo a las labores; y el prado de Somonte fue
arrendado a unos forasteros que metieron allí todo un rebaño
de vacas bobaliconas, blancas y negras, gordas y pesadotas, que
en pocos días arrasaron la verde alfombra de césped.
Otra vez volvió Rosa a mirar aquello, el
día mismo que enterraron a su padre... El pobre Antón de
Chinta ya no volvería a soñar con hacerse rico, para comprar
el corral y la yunta y el huerto; los ricos son los otros, y él
no era nada, no era más que un pobre hombre con grandes manazas
y voz ronca, que se molió a trabajar de sol a sol, y que ahora,
en los prados del cielo, miraría crecer los luceros dorados,
que son de todos, y los grandes cuernos amarillos de la luna, el
"xatu" padre, que fecunda cada día a todas las vacas
buenas... Ya no había guerra. En la aldea y en todo el concejo
se habían celebrado fiestas con banderas y música y mucha
campana; ya éramos todos hermanos y nunca más se derramaría
sangre entre españoles... Pero del "prao" de Somonte
había desaparecido el último recuerdo de los días felices, el
poste de telégrafos, cuando la Rosa y Pinín llevaban a pastar
a la noble Cordera, la vaca abuela, pacífica y enorme, como un
buen Apis desterrado de Egipto; había desaparecido el. palo
seco del telégrafo, con sus jícaras blancas en lo alto, como
flores de almendro heladas y gigantes; ahora habían puesto una
estructura de metal con cuatro garras que se hundían en el
suelo, y ya no se podía trepar a lo alto, como hacía Pinín,
ni posar dulcemente la cabeza en la madera muerta, para oír el
tintineo metálico y misterioso del diapasón del viento; ahora
habían pintado una calavera horrible con dos tibias cruzadas y
un letrero negro: "Peligro de muerte"... La yerba del
prado estaba como calcinada, abrasada bajo el aliento de
aquellas vacas babosas. Rosa comprendió que, efectivamente, era
la muerte lo que venía por los postes y los ferrocarriles, y
sintió ganas de llorar, y se alegró mucho de no volver a verlo
nunca más... Su tía Mariana, la del Zaornal, la dijo de
llevarla a Madrid con ella; qué iba a hacer la Rosa allí, sin
brazos de hombre que la trabajasen, en una casuca que se hundía
por momentos y sin un pariente en quien poder confiar.
-Te buscaré para servir una buena casa, la
misma donde estuve de soltera. Son señores religiosos y tratan
bien al servicio, ya verás... Cuando me casé, que te lo diga
Lorenzo, me regalaron dos mantas y un colchón nuevecito; la
señora misma fue a comprarlo conmigo a unos almacenes de la
calle de Pontejos.
Fueron hasta Gijón a coger el tren. Le daba
miedo a la Rosa ver allí tanto carro y tanto caballo
percherón... Eso es sidrina, que lo llevan para Castilla, y eso
castañas, y aquello de más allá, todos aquellos vagones, van
llenitos de carbón... Y vacas también, en sus jaulones,
dejando asomar por arriba sus ojos tristes; las llevaban al
matadero, para hacerlas chuletas que se comerán luego los
ricos, y los curas, y los comerciantes de Madrid. Rosa no pudo
por menos de acordarse de la pobre Cordera...
-Quiera Dios que no me pase nada, tía. Ese
mismo tren se llevó a la Cordera y se llevó a Pinín cuando la
guerra.
-¡Alma de Dios! ¡Qué cosas se te ocurren!
Ahora no hay guerras, y a ti no te llevamos al matadero ni a
sitio malo... ¿Oyes, Lorenzo, lo que dice la "neña"?
Lorenzo estaba muy atareado con los bultos,
las cestas de patatas y de coles, y las maletas cargadas de
huesos de cerdo y de manteca.
-El pobre Antón ya terminó de sufrir -dijo
sin saber por qué...- Él está más tranquilo que todos
nosotros.
Y cuando el tren dobló el cornal de la
trinchera y pasó silbando por el "prao" de Somonte,
la Rosa no pudo por menos de sentir que el estómago se le
encogía todo, y allá dentro, muy dentro, escuchó las voces de
Pinín y su propia voz, como entonces, gritando y gritando entre
el estruendo del hierro y el tráfago de vapor: ¡Adiós,
Cordera! ¡Adiós, Cordera!... ¡¡Adiós, Rosa!! ¡¡Adiós,
Pinín!!
Llegó a Madrid casi ciega de sueño y de
carbonilla. La llevaron a una casa con un portal muy grande y
escaleras de mármol; a la puerta les detuvo un portero de
grandes bigotes que saludó a la Mariana y preguntó por
Lorenzo, todo con muy buenos modales. Iba vestido de una forma,
con sus botones dorados y su larga levita, que imponía respeto,
como un guardia civil. Salió a recibirles una señora muy
amable y joven, yo también soy asturiana como tú, yo soy de
Mieres; y la llevaron a dejar la maleta a una habitación larga
y oscura, con dos camas, que daba a un patio lóbrego de
carboneras y cuerdas de tender ropa.
-Sé obediente con la señora y pórtate como
es debido. Si tiene alguna queja, a falta de padre y madre,
aquí está la Mariana "pa" molerte las costillas.
La Mariana, la del Zaornal, se llevó una
bolsa de ropa vieja para los chiquillos; a la Rosa la pusieron
en un comedor enorme y frío, y con unos trapos y unos
botellines, la enseñaron a limpiar la plata. Había allí un
sinfín... Primero se quedaba blanca y luego, a fuerza de
frotar, se ponía reluciente que te veías en ella. Y la Rosa se
veía su cara colorada, no sabía aún a ciencia cierta si de
niña o de mujer, los ojos un poco rojos, los labios secos y
cortados... Los niños de la casa fueron entrando uno a uno para
verla; unos saludaban; otros, los más chicos, se burlaban
sacando la lengua; es la nueva, les oía decir... Y por la noche
cuando la metieron a dormir en la habitación larga, cuando la
oyó roncar a la vieja cocinera y se sintió sola del todo,
empezó a acordarse de su pueblo, de su padre borracho y
maldiciente, haciendo trato con el castellano que venía a
comprarle la vaca; de su hermano Pinín, corriendo por el
"prao" y trepando por el poste de telégrafo y
saltando encima de la pobre Cordera, la vaca roja y paciente,
que igual daba "xarrus" de leche tibia que se
inclinaba al yugo del trabajo tirando del arado; empezó a
acordarse de los días felices y se echó a llorar, y debió
pasarse llorando más de media noche, porque a la mañana
siguiente, cuando la vieja Engracia, la cocinera, vino a
despertarla, torció la cara con malos gestos.
-Como sigas así, te facturamos a escape a tu
pueblo, pero a porte debido a ver si te quieren. En Madrid no
nos gustan las lloronas. Tuvimos otra del Ferrol que se nos puso
tuberculosa de tanto dengue y tanta morriña, y terminó en el
hospital de mala manera. ¿Tú tienes novio?
-No, nunca...
-Pues búscate uno, pero aprisa... Antes que
se te vayan esos colores y se te caigan esas carnes. Los
hombres, ellos sí nos enseñan a llorar a gusto...
Novio, no; pero sí le gustaría alguna vez
tener un hijo, un rapaz corretón y ligero como su hermano
Pinín, que fuese al "prao" a "llindar" la
vaca, y que ella le viese salir de casa diciéndole cada día:
¡ten cuidado, "neñu"!... O acaso como Antón de
Chinta, un hombrón oscuro y renegado, áspero como roca, que
llegase por fin a hacerse rico trabajando, que se comprase el
corral y el huerto y la yunta de bueyes que el otro nunca pudo
tener... Un hijo sí le gustaría, pero para eso habría de
tener novio alguna vez. No iba a ser ella como la Cordera, que
la llevaban al "xatu", ellos pensaban que de mala
gana, picándola con la aguijada, para que se hinchasen luego
sus ubres grandotas de leche espumosa, mientras retenían sujeto
al recental que se moría de ganas de prenderse en los largos
pezones. Ella tendría un hijo... Pero de momento su único
amigo era Santiago, el más pequeño de la casa. Juguetón y
mimoso, cuando Rosa le traía del colegio atardeciendo, se le
antojaba todo, y ella se gastaba en caprichos la mitad del
sueldo. Hasta la señorita Paula se lo tuvo que decir, eso no
puede ser; necesitas ropa interior y alpargatas, no puedes andar
siempre tan desastrada.
Por la noche, esas noches largas de invierno,
cuando a Santiago no le venía el sueño, la Rosa le contaba
historias de su pueblo. Siempre era la misma historia. Como el
tema repetido de una larga melodía, lleno de infinitas
variaciones, pero siempre igual. Unas veces en el
"prao", otras en la iglesia, o en la romería de la
Virgen, o en la feria, o en el Humedal, o en el Matahoyo, pero
siempre de ella, de Pinín y de la Cordera. Y siempre concluía
lo mismo, cuando la compraron los tratantes castellanos y la
llevaron en el tren de Gijón al matadero; cómo miraba la
Cordera, ella lo sabía, los animales de campo lo saben siempre
cuando van a morir; por eso se esconden los osos en las cuevas
profundas, nunca se los ve muertos, y las raposas en las
huras... y cuando Santiago preguntaba cómo era eso del
matadero, Rosa tenía que hacer esfuerzos para imaginarlo, algo
muy grande y muy frío, con muchas ruedas y muchos pinchos, y
muchos ganchos colgados del techo para orear los perniles y los
lomos y las asaduras; la sangre la recogen en unos cuencos
redondos, la van batiendo para que se cuaje en una pasta oscura
con la que se rellenan las morcillas...
* * *
-Oye, Cordera, tengo que hablar contigo.
Tanto había mentado Rosa a la vaca abuela
que todos la llamaban así, hasta los vecinos y los conocidos. Y
a ella no la ofendía, al contrario, la gustaba oírse llamar
Cordera, le sonaba bien el nombre y se veía ella sentada en el
prado, somnolienta, mirando pasar el tren con ese escándalo de
hierro y humo.
-Un rato que tengas libre, vienes a verme. No
te ha de pesar.
El hombre de los bigotes, el portero, hacía
tiempo que se lo venía notando, sonreía siempre que pasaba,
con sus dientes amarillos de tabaco, la palpaba y la cogía del
brazo en cualquier descuido, y decía de lo hermosa que estaba,
lo rolliza, lo fresca, que ya quisieran muchas señoritingas
pálidas y escurridas juntar tanta carne y tan bien dispuesta...
Ella ya sabía más o menos lo que la iba a decir, pero bajó a
su casa... El hombre era viudo y muy serio, y a ella le llenaba
de respeto, sobre todo por los galones dorados del uniforme y
por esa voz ronca; recordaba la de Antón de Chinta, cuando les
daba órdenes a los carboneros o regañaba a los chiquillos de
la calle si entraban en el portal.
Sacó unas copas de anís y la hizo sentar
junto a la mesa camilla. La casa olía como huelen las casas de
los pobres, a verdura cocida y a ropa sucia; pero aquel hombre
hablaba muy bien, sonreía algunas veces enseñando sus dientes
amarillos y, por debajo de la mesa, Rosa sintió en su rodilla
el peso de una mano grande y firme, caliente y palpitante como
un gran pájaro que fue subiendo, subiendo... Él se sentía
todavía joven, en pleno vigor, y estando viudo, la verdad, un
hombre que se hace respetar no puede andar como un recluta por
casas de golfas, buscando mujeres de la vida, ni podía tampoco
casarse por miedo a tener familia y perder la portería... La
Rosa lo comprendía muy bien, y le compadecía. Nunca, jamás,
había escuchado hablar a un hombre con razones tan serias, tan
formal, refiriéndose a cosas que siempre se hablaban como
picardías. Únicamente el predicador, por cuando la novena de
la Virgen, que aún sin entenderle del todo, se quedaba una como
embobada oyendo tantas maravillas...
-Los señores, tan buenos que parecen al
pronto, no quieras fiarte de ellos. Otra chica que se les
enfermó de tísica, les faltó tiempo para mandarla a morirse
al hospital, de caridad. Yo llevo aquí veinte años y, cuando
mi difunta, ni fueron para bajarla un caldo por cumplido. Con
tanta sonrisita por de fuera, nos tratan como a perros... Y en
cuanto a la Mariana, ya ves si no la voy a conocer, todos
sabemos lo que es una tía. Bastante tiene la pobre con su
Lorenzo y las seis bocas que le piden pan. Lo que tú necesitas
es un hombre formal, que te ayude y te proteja, que no te deje
encaprichar de cualquier chulo sin principios que se aproveche
de ti y si te he visto no me acuerdo... Regalos puedo hacerte
poca cosa, te digo la verdad y no te miento; más no, porque no
tengo; si acaso alguna bata, algún capricho y hasta puede que
alguna pulserita o un reloj...
La Rosa no creía ni la mitad de todo
aquello. En realidad ni lo creía ni dejaba de creerlo, y
tampoco la importaba demasiado. Pero sí veía claramente que
aquel hombre se lo había ganado, que había llegado su hora,
como a todas nos llega, como a la Cordera cuando Antón de
Chinta le daba con la aguijada para llevarla hasta el
"xatu"...
La alcoba no tenía ventana, sólo un
montante que daba a una galería. Olía a humedad y estaba
empapelada con ramas verdes y frías. La Rosa, la Cordera, se
desnudó en silencio y se acostó en la cama de hierro que
hacía un ruido horrible. El hombre, pudoroso, no quiso que ella
le viese quitarse el levitón de los galones...
Luego se quejó un poco y nada más... Sabía
que estaba concibiendo un hijo, un macho fuerte que se iba a
llamar Antón, como su abuelo, Antón de Rosa, duro y
orgulloso... Ella lo iba pensando mientras se vestía, pensaba
en su "neñu", en cómo iba a ser de guapo y
reprecioso, y pasó unos días muy alegre cantando a todas
horas, que hasta a la señorita Paula le llamó la atención
tales extremos... Todas las noches soñaba con el prado de
Somonte y con la vaca y con el "neñu" que sin dudarlo
había de venir; si hasta ya le notaba rebullir en los adentros;
otras veces lloraba sin motivos o se le ponían unas ganas
enormes de gritar y gritar...
La Engracia, la cocinera, fue la primera en
conocerlo. Tú vas a decirme qué has hecho y con quién lo has
hecho, a la señora no puedes engañármela así, lo va a saber
tu tía mañana mismo, y la pegó de bofetadas hasta hacerla
llorar; esta Cordera nos ha salido vaca de miura... Y cuando
bajó la Rosa llorando a decírselo al hombre de los bigotes, en
lugar de consolarla con la bata o la pulserita, la empujó a su
casa, la agarró por el cuello, y si lo dices te sangro, si
dices que he sido yo te crucifico.
A ella no la importaba. Metió sus cuatro
cosas en la maleta de hule que le habían regalado por su
cumpleaños, los retratos del niño, que se los dejó la
señorita, y algo de ropa que buscó para ella, los patucos
azules, las braguitas y los faldones de cuando Santiago era
pequeño; eso sí se lo agradeció lo más de todo... La
Mariana, la del Zaomal, se lamentó como era de esperar, ya te
lo había dicho, eres una insensata y una loca; Lorenzo rió y
la llamó las cuatro letras, y la Cordera se echó a llorar sin
saber decir palabra. Todo quedó en que le harían un sitio y la
señora le buscaría trabajo de coser para fuera mientras lo
esperaban. Luego, si todo venía como Dios manda, podía ponerse
de ama de cría, juntar unas perras y pensar entonces en volver
a su pueblo, o quedarse sirviendo a otros señores... Hasta
podía darle la crianza para comprar un prado y pinar una
casuca...
-A lo que venga, lo mandamos a la Inclusa y
santas pascuas...
¡Pero allí fue el oírla a la Cordera!
¡Como si estaba loca!
-¡A mi hijo, no! A mi hijo no le echan a la
Inclusa si no la matan antes a su madre. A mi hijo no le toca
nadie, ése es mío, se va a llamar Antón como su abuelo; mi
"neñu", mío sólo y que nadie se piense que me lo va
a quitar...
* * *
Y nació berreando el becerro moreno, hasta a
las monjas les llamó la atención tanta bocaza; éste se come
el mundo, le decían, trae el hambre atrasada, el que ha pasado
o el que viene a pasar aquí... Le pusieron Antón en el bautizo
y a la Rosa fue muy fácil buscarla acomodo en una casa grande
de marqueses o duques, un palacete del paseo de la Castellana.
Vestida tan de encajes y con tanto volante almidonado y tanta
tabla y tanta faldamenta, la pobre Rosa, bajita y regordeta,
parecía pepona de cartón de una barraca. Las nodrizas de
Asturias estaban muy de moda y además de buen sueldo, la
llenaban de mimos a la Rosa, y de buena comida, grandes vasos de
leche y mucha fruta. Iba un doctor a verla cada semana,
vigilando su peso, examinando su lengua y dentadura, y sacando
de sus grandes pezones unas gotas de leche... Ella ofrecía a
cambio al marquesito sus pechos generosos, hinchados y
grandotes, y el muchachito, rubio y gordinflón, nunca se veía
harto de chupar y chupar... Ahora sí que soy igualita que la
vaca, se reía ella para sí; ahora sí que me tratan igual que
a la Cordera, es que soy la Cordera mismamente...
Pero su recental estaba lejos, en casa de
Mariana la del Zaomal, que se llevaba medio sueldo por hartarlo
de sopas y espantarle las moscas de la cara y quitarle sus
miserias, no más de dos o tres veces al día. Los domingos,
cuando Rosa llegaba a verle, era una fiesta. Él ya la conocía
y temblaban al aire sus puñitos cerrados, ya viene aquí tu
madre, rey del mundo... Le lavaba y le perfumaba cuidadosa, como
les había visto hacerle al marquesito; tú sí eres un marqués
para tu madre, y le ponía luego a mamar a sus pechos
balanceándose en uno y otro pie, canturreando una tonada larga,
de esas que se cantaban los hombres allá por sus montañas...;
le iba dejando hartarse del chorrillo tan tibio que salía de
dentro, y ella se notaba entonces derramándose toda, como si
sus entrañas se fundiesen de mieles y de amor. A la Cordera
también la quitaba mi padre el recental para sacarla muchos
"xarrus" de leche; nosotros, Pinín y yo, se lo
soltábamos para que se arrancase topando contra todo hasta dar
con las ubres. Pero a ti, mi hijo, nadie te va a soltar para que
vengas que estás bien atadito, a ti nadie te va a dejar beber
de lo que es tuyo... Y cuando anochecía, al despedirse, le
llenaba de besos; ya es bastante, que le vas a secar al muchacho
de tanto sobarle; es que se te va tu madre, hasta el domingo, ya
se va la Cordera...
Cuando el marquesito empezó a dar los
primeros pasos y a decir sus gracias, decidió el marqués que
la Rosa no era necesaria; le regaló una medalla de oro con la
fecha y una cadena grande de lo mismo, y la ofrecieron regresar
al pueblo pagando su viaje.
-Es que a mi casa ya no puedes volver... -la
señorita Paula lo decía con pena-. Vecinos y todos te conocen,
saben lo que has hecho, es un escándalo para mis hijos, yo lo
siento, pero aquí es imposible.
Y donde la Mariana tampoco había sitio.
Aparte que Lorenzo se negaba a meter en su casa a una mujer sin
honra, gente con gente y burros con gitanos, cada cual en su
sitio. Doña Paula le ofreció una casuca y unos prados por muy
poquita renta, junto a Mieres; allí hablaría con su
administrador... La Rosa suspiraba por marcharse a su tierra; la
importaban muy poco las ofensas, los prejuicios, los rechazos
que sufría en Madrid; ella lo suyo, escapar para allá... La
llevaron en coche a la estación, todo de la marquesa, y allí
se acomodó en su asiento de tercera, más feliz que una reina,
y ya escuchó en seguida hablar como ella, con el deje
asturiano, y el alma se le abrió de par en par; les mostraba a
su hijo y le bailaba sobre sus piernas fuertes, ya estaba en el
camino por fin, ¡y con un hombre!, un rapaz para ella, para
quererla y para trabajar.
La despertaron cuando el ruido del tren se
hacía opaco y negro cambiando de tonada en cada túnel, estamos
en Pajares... ¡Hijo mío! ¡Míralo tú también! Todo estaba
lo mismo, la yerba de los prados, las vacas con sus tetas al
viento y sus cuerpos enormes, maternales; el bosque de
castaños, los molinos, los regatos cayendo de lo alto, las
nubes empujándose en el aire, y ese olor a humedad y a hoguera
fría, ese olor en el viento que te hiela los huesos de
madrugada y te rompe por dentro al respirarlo, de tanta vida
como lleva; ésta es tu tierra, "neñu", y de tu
madre; nunca salgas de aquí, nunca te vayas... Por primera vez,
la Rosa fue bendiciendo al tren, fue bendiciendo las vías y los
carbones negros, y los postes tan altos, con los hilos que
llevan las palabras de una parte a otra parte. ¡Ya está aquí
para siempre la Cordera!
* * *
La historia de Rosa puede terminar aquí. Lo
demás casi es mejor olvidarlo, es otra historia, es Historia,
de verdad... Antón, "el madrileño", fue creciendo,
iba al "prao" a diario con las vacas y los jatos, pero
era un niño triste, apenas si jugaba ni sabía reír. Su madre
le contaba muchas veces, sin ira ni alegría, cómo vino al
mundo, y lo de antes, Pinín y la Cordera, y el viaje a Madrid y
Santiago y el marquesito...
-Madre, tú eres muy tonta, tú eres boba. A
ti te ha ido engañando todo el mundo, explotándote,
abusando...
Nunca pensó en casarse. Las muchachas
venían a buscarle desde lejos, de Mieres, de todas la
parroquias; era guapo y muy hombre, y él se las arreglaba para
amarlas a todas y reírse después.
-Yo voy a ser minero; pero sólo trabajo para
ella, para mi madre Rosa, tú olvídate de mí...
Y a la Rosa empezaba a darle miedo, porque ya
su Antonín era un hombre rudo, volvió de la mina pensativo y
rabioso, y tiraba el jornal sobre la mesa, ¿todo eso te han
pagado? ¡Pero es mucho! ¡Tú qué sabes lo que es esa miseria
para lo que me sacan! Hablaba cosas que ella no entendía. Era
grande y macizo como el otro, como su abuelo Antón; leía los
papeles y los libros y hablaba de venganza... Y la Cordera, con
todo el pelo blanco, viejecita, al mirarle juntarse con los
otros mineros, picadores o barreneros, hombres de anchas
espaldas, se asustaba y le entraba un temblor por todo el cuerpo
que no podía hablar.
-Tú eres muy tonta, madre. Tú has sido
tonta desde toda tu vida, te han estrujado todos como una pobre
manzana en el lagar.
Eso que me cuenta, le dijo un día el pobre
cura, viejecito también como la Rosa; eso no es más que odio,
el odio que tú le diste al hijo. Estáis todos llenos de odio y
los vais transmitiendo unos a otros; el odio y el rencor que le
has sembrado, te lo devuelve así... La Cordera miraba su
conciencia y no encontraba nada que no fuese dolor y sufrimiento
y lágrimas y desprecios; pero ni odio, ni rencor, ni venganza,
nada de eso... Entonces será el vicio, tanto dinero como cae a
estos pueblos con la mina, y tanto bienestar; ya no hay
cristianos dispuestos a sufrir, ya no hay valle de lágrimas que
valga...
Las cosas sucedieron por sus pasos contados.
Los mineros tenían escondidos los barrenos, las armas, la
pólvora y el odio... Los otros, vigilantes, seguían afilando
en la noche sus enormes cuchillos. Tenía que estallar. Por eso
a la Rosa no la extrañó nada cuando la dijeron una mañana que
fuese a recogerlo... Estaba tendido allí, en el
"prao", con otros tres cosidos a balazos todo el
cuerpo; las vacas contemplaban aquello indiferentes, rumiando
poco a poco; sobre la yerba verde, las amapolas rojas de los
cuatro mineros... La Cordera se pasaba la mano por la frente,
por los ojos ardiendo, y dónde estará el odio, se decía, eso
que dice el cura, dónde lo tengo yo, pobre de mí...
Pasó el tren a lo lejos, un gusano de hierro
fatigado sobre hierro tendido, golpeándose una y otra vez. Y la
Cordera, al mirarlo pasar, ya sin lágrimas, serena, pensó por
un momento que el odio era eso. Se lo habían traído de allá
lejos, facturado en un vagón negro, y a cambio se habían ido
llevando al matadero a las vacas y a los hombres.
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