II Premio de narraciones breves "Antonio Machado" (1978)
|

Edición de 1978 |

Edición de 1995 |
|
Primer premio
Deolindo,
el de Puntarrieles
Adolfo Luis Pérez Zelaschi
Prestigioso escritor argentino, nació en 1920
en la provincia de Buenos Aires y ha cultivado tanto la poesía,
como la narrativa -tanto en el ámbito del relato y el cuento,
como en la novela- y ocasionalmente el teatro. Su largo
historial literario está jalonado de premios tanto en su país
como en el extranjero.
Nadie, salvo él, Deolindo, y porque lo
estaba esperando, hubiera podido oír la lejanísima señal de
la locomotora, todavía muy pampa afuera como para ser vista
desde allí.
-Ahí está -dijo en voz alta, en realidad
sólo para sí y para sus perros, que eran su única compañía.
Recogió sin apuros la vieja bandera de
señales y salió al andén vacío, en cuyo extremo se levantaba
como un fantasma con zancos, redondo, alto y ahora inútil, el
tanque de agua.
Deolindo miró el pálido horizonte -ondulada
aquí y allá por los médanos su línea separaba como a cincel
al azul árido del cielo de la seca amarillez de la llanura- el
punto del Oeste donde se perdían los rieles y desde donde
venía el sonido como un débil y distantísimo mugido.
-Tá lejo... -volvió a decir mientras
caminaba despacio hacia el extremo del andén; éste era ya
apenas una plataforma de tierra endurecida, separada de las
vías por un parapeto largo y bajo, roído por la intemperie,
cuyos extremos se confundían con el suelo pedregoso sin
solución de continuidad, y de cuyo piso de macadán casi no
quedaban rastros, con un tranquilo medio inseguro, porque los
años dejan rastros en los huesos y Deolindo se acercaba a los
setenta.
La tarde era clara, seca y fría, como casi
todas las de otoño en esa zona de la pampa árida, pero
todavía el sol ardía con fuerza desde el perfecto cielo sin
nubes y a Deolindo le gustaba quedarse allí, calentándose los
lomos a la espera del tren. Eran tres buenos amigos, él, el sol
y el tren. Y también, desde luego, los perros. Hasta que el
convoy se hiciera visible sólo el largo bocineo de su
locomotora sería la única señal de su cercanía. Las
máquinas de ahora no despedían alegres copetes de humo o de
vapor como las que llegaban hasta ahí cuando Kilómetro 899 era
punta de rieles, cuando la estación se llenaba de gente a la
hora del tren, cuando él, Deolindo, era muchacho, en fin...
-¡Lindos tiempos! -murmuró como lo hacía
cada vez que se quedaba en el lugar donde el borroso andén se
borraba del todo y donde por eso mismo concluían los terrenos
de la estación y con ellos el mundo de Deolindo. Lindos
tiempos, que apenas recordaba y podía, pues, embellecer a su
gusto mientras esperaba el paso del tren con l abandera en la
mano y ya desplegada.
Fuera del hombre y de sus dos perros, poco
más había ahora en Kilómetro 899: cinco o seis casas de
ladrillo sin revocar, habitadas como por empecinadas sombras o
fantasmas y restos de otros tantos ranchos cuyos techos se
había llevado el viento del Sudoeste. Y, naturalmente, la
estación, compuesta por varios recintos grandes y cuadrados,
dispuestos en una hilera paralela a las vías y construidos como
sabían hacerlo los ingleses, dueños por entonces del
ferrocarril. Como ella estaba presente en los primeros recuerdos
de Deolindo, a él le parecía plantada allí desde siempre,
como si fuese la matriz de todo lo conocido, y, sobre todo, de
aquellos lindos tiempos imprecisos y remotos cuando Kilómetro
899 era punta de rieles -así la llamaban: Puntarrieles- y
podía confiar en el porvenir.
Deolindo no alcanzaba a entender bien por
qué a aquel tiempo feliz había sucedido este otro. Además,
como todo ocurrió despacio, los cambios casi ni se vieron hasta
el momento en que, sumándose unos a otros, se hicieron
aparentes.
Él había nacido allí, y allí moriría,
agarrado al lugar como un árbol que nace de una semilla caída
al azar en una grieta y que crece solo y sin ayuda de nadie y
muere también solo y sin pedir auxilio. Su padre había sido un
hombre del viento, quizá algún peón "golondrina" de
los que llegaban en tiempo de cosecha y se iban luego, o de
huésped ocasional de la fonda donde su madre trabajaba como
lavandera. De todos modos, su padre, y su madre, y él, eran
gente de abajísimo, de esa casi sin nombre que forma el piso de
los pueblos.
Él ignoraba que la pampa no es igual desde
su litoral marítimo o fluvial hasta las primeras escarpas de
los Andes, a mil kilómetros de océano, sino que va perdiendo
humedad a medida que se aleja del agua nutricia, y con ello
verdor, ríos, lluvias, poblaciones, vida, en suma, hasta
convertirse en la estepa amarillenta, ocre, a trecos leonada,
cubierta por aislados palonales, ralos montes espinosos y
salpicada de salinas y médanos. Entre el verde intenso y
jubloso de los herbazales y las praderas del Este y el
blancoamarillo de los arenales del Oeste, el profundo y
fertilísimo humus se va adelgazando poco a poco; en la
pampa seca debe arárselo con cuidado, sin profundizar el surco;
más allá, ya no existe o forma como oasis entre pedregales.
Entre esas regiones no hay límite fijo: los colores del paisaje
cambian insensiblemente y sus variaciones se advierten tanto
más cuanto con mayor rapidez se mueve el observador. Es
inimaginable recorrerlas a pie, pero quien lo hiciera -los
"linyeras", por ejemplo, esos vagabundos de la
llanura- tardaría semanas en notar alguna modificación en la
infinidad de la llanura; a caballo, harían falta días; el
ferrocarril permite distinguirlas en cuestión de horas y desde
el avión a veces bastan los minutos para ver el distinto temple
de las zonas.
La ancha franja intermedia tampoco está
fija: suele correr lentamente de Este a Oeste o de Oeste a Este,
por causas todavía desconocidas, y ese movimiento dura décadas
enteras y aún generaciones. La imprudente mano del hombre
parece haber intervenido también para modificar los ciclos,
talando los montes, expoliando la escasa fertilidad de las
tierras límite, desecando ríos y lagunas. Ese movimiento de
los climas había convertido poco a poco en solitario páramos y
achaparrados e inservibles espinares lo que a comienzos del
siglo fueron campos cultivables. Los pobladores se fueron yendo
despacio, renuentemente, a medida que comprobaban que las
sequías se agudizaban anualmente, que las lluvias eran cada vez
más cortas y menos densas, que el viento arreaba los médanos
sobre las tierras de cultivo, que allí donde antes brillaba una
laguna sólo quedaba un ojo de tierra agrietada, blanca y
reseca, y que las aguas subterráneas se volvían cada año más
profundas y esquivas, cuando no saladas, amargas.
Las vías habían llegado hasta allí por las
mismas razones que todas las demás que cruzan los montes y las
llanuras del mundo. En aquella región ahora infértil se
cosechaban cereales y crecían los ganados, se hacía carbón
con la madera de los montes y hasta se talaban éstos para
leña. A su vez los pobladores recibían de otras partes lo que
necesitaban para vivir y trabajar: muebles, herramientas,
máquinas, cal, chapas... Había, pues, cargas que llevar y
traer, gente que iba y que venía, y el ferrocarril avanzó por
la llanura hasta detenerse, hacia 1900, en esa estación final a
la que llamaron, a falta de otro nombre Kilómetro 899, porque
éstos eran los que distaban de Buenos Aires. Y no siguió
adelante porque un par de leguas hacia el Oeste comenzaban los
páramos, las tierras áridas, los pedregales, la pampa vacía y
sin nada. Como en todas partes la estación fue la semilla de un
pueblo: alguien abrió un almacén frente a ella; otro, una
fonda; algunos levantaron sus casas y los más pobres,
ranchos...
Huérfano, y abandonado por su madre,
"guacho", en fin. Deolindo creció como pudo, y como
era empeñoso y servicial el jefe de la estación lo hizo
ingresar en el ferrocarril luego de tenerlo como peoncito o
"agregadito", lo que es ser menos que hijo y algo más
que sirviente, hasta los catorce años. En el último de los
puestos, desde luego, porque el abecé no le había entrado en
la cabeza y el muchacho sólo logró leer a tropezones, y poco,
a escribir todavía menos o casi nada.
-¡Lindos tiempos! -volvió a decir Deolindo,
mirando alternativamente el extremo de los rieles y las carreras
de sus perros, que quizá habían dado con el rastro de un
roedor, y tendido el oído hacia el Oeste hasta que escuchó de
nuevo el apagado clamor.
Entonces los grandes carros planos, las
"chatas" tiradas por varias yuntas de caballos
llegaban a la estación cargadas de bolsas de grano, los trenes
que las esperaban ocupaban los cuatro pares de vías, el gran
galpón de enfrente, ahora ennegrecido por el tiempo y
destartalado por los huracanes y los depredadores, despedía,
repleto, un seco perfume de trigo y arpillera de yute y cuando,
cuatro veces por semana, llegaba a Kilómetro 899 -casi un
juguete: una maquinita, un vagón y el furgón postal- siempre
había gente en el andén, y sulquies, breques y volantas, y
hasta algún Ford que se atrevía por esos andurriales, sin
contar los diez o doce caballos atados a la barra. Llegaban
pasajeros, se iban pasajeros y, como todos se conocían,
saludábanse a gritos y con grandes ademanes:
-¿Qué lo trai por aquí, don Floro?
-Gusto's verlo, amigo Peñalver: Usté
siempre como a los veinte años, ¿eh?
Y ya tengo mis cincuenta, y ahí me ve...
-¿Y la patrona? ¿Y su hija?
-Todos bien... Supe que la señora suya tuvo
otro varón...
-La semana pasada... Todo bien. ¡Varones
necesitamos aquí: Kilómetro se va p'arriba...
Y ya también a él, Deolindo:
-¿Qué tal? Vos siempre por aquí...
-Firme como fierro, don Crispo. Y siempre
pa'servir...
Don Crispo -¿habría muerto ya?, fue de los
primeros que vendieron todo y se fueron- le decía entonces:
-Si vos llegás a faltar... ¡se acabó el
ferrocarril!
Los amigos se reían y él también, aunque
eso que le decían en broma él lo sentía en serio. ¡Lindos
tiempos!
Todos lo apreciaban por voluntarioso, por
leal, por bien dispuesto -quizá por simple-: no le importaban
el desollante sol del verano, ni las gélidas madrugadas de
junio, cuando cada terrón parecía un cascote de hielo negro
bajo el manto de la escarcha.
El juego de los climas -y también la avidez
del hombre que agotó pronto esa tierra de limitada fertilidad-
se invirtió antes de que Kilómetro alcanzara tres o cuatro
leguas más al Oeste, en pocos años avanzó hacia el Este,
rodeando de aridez extrema aquella punta de rieles a un camino
que de pronto concluye en ninguna parte.
Y comenzó la lenta catástrofe.
Los trenes de carga ralearon; el galpón
nunca más volvió a llenarse de bolsas; un horno de ladrillos,
que alguien había empezado a hacer, quedó inconcluso y ni
siquiera fue negocio talar el monte para usar su madera. El
trencito de pasajeros fue espaciado a dos veces por semana -los
martes y los viernes- y luego a una sola, los domingos, que cada
vez eran más tristes y opacos. Aún así, cuando se detenían
en el andén después de salvar la distancia que separaba
Kilómetro 899 de la estación anterior -un largo tramo de casi
cinco leguas- sólo se apeaban de él el maquinista, el
foguista, el guardatrén y el estafetero; en verano, sofocados
por el polvo y el calor; en invierno, arrecidos por el continuo
y helado viento.
-¿Qué tal, Deolindo?
-Aquí'stoy, nomás, como fierro.
-¿Novedades?
-Ninguna.
-¿Y cuándo te vas de aquí? En Kilómetro
899 ya no los perros quedan...
Deolindo defendía débilmente a los
poquísimos pobladores que todavía no habían emigrado:
-Alguien hay, no crea: ta doña Rosa n'el
almacén, y la viuda'e López, y...
Los otros se reían y le palmeaban la
espalda:
-¡Qué Deolindo este! Si llegás a faltar...
-¡Se acabó el ferrocarril!, completaba él,
siguiendo la vieja broma, y todos se iban a tomar unas copas y a
comer algo en el almacén, porque ya no fonda quedaba.
El jefe que lo había criado a medias se
jubiló y se fue; sus cartas, muy pocas, acabaron por llegar
sólo para Navidad, hasta que una de ellas, escrita por un
pariente, le avisó de su muerte y, algún tiempo después,
también la de su mujer. Deolindo quedó huérfano por segunda
vez.
Quizá por eso se aferró todavía más a ese
trocito del mundo, el único que conocía: la ya escasa gente
que quedaba en Kilómetro 899, buena y amistosa; la estación,
cada vez más perdida, más aislada, más rodeada por los
médanos y donde el tiempo sólo se mostraba en el paso de los
veranos y los inviernos.
De pronto el orden invisible y poderoso que
gobernaba el ferrocarril -para Deolindo sólo corporizado en el
inspector que venía de "adentro" (este
"adentro" era un adentro paradojal, porque estaba al
lado del mar, en Buenos Aires, asomado hacia el mundo) o en la
de algún ingeniero que llegaba a aquella punta de rieles como
por curiosidad- suprimió también aquel tren fantasma que ya no
llevaba a nadie a ninguna parte.
-¿Y ahora? -preguntó Deolindo,
desconcertado, y el maquinista José, que le había dado la
noticia, le explicó:
-El tren llegará sólo hasta el kilómetro
860. A mí me trasladan a Carhué... Y a Pedro -Pedro era el
guardatrén- lo jubilan...
-¿Y yo?
-No sé. Algo te dirán, sin duda.
Se lo dijo, en efecto, el inspector, unos
días más tarde. Trenes no habría más, ni de pasajeros, ni de
carga, porque aquéllos eran tan pocos y éstas tan escasas que
la superioridad los estimaba inútiles. Y mientras esa remota y
todopoderosa superioridad -Deolindo se la imaginaba con
entorchados y galones, como los de un oficial del Ejército que
había visto una vez-, él se quedaría allí encargado del
cuidado de las instalaciones.
Trabajan en los ferrocarriles ciento
cincuenta mil hombres, miles de estaciones jalonan ocho mil
leguas de vías, algunas más grandes que catedrales y
recorridas día a día por cientos de miles de pasajeros, otras
tan perdidas, pequeñas, solitarias como el propio Kilómetro
899... Fue, pues, casi natural que nadie se acordara más de
aquella punta de rieles que hacía años había gozado de una
fugaz prosperidad y ahora clausurada e inservible, hundida entre
pedregales y médanos vivos. Ni de ella ni de Deolindo, que
seguía revistando en la última categoría del escalafón. Y ya
sólo cayó por allí de tanto en tanto, en la "zorra"
a nafta o en alguna locomotorita de maniobras, algún inspector
que ni siquiera miraba: todos sabían que Deolindo despejaba de
yuyos las vías muertas, pintaba con cal el corral, las
"mangas", libraba de arena el andén, reparaba como
podía las tejas que se llevaba el viento, ataba con alambre lo
que se iba viniendo abajo.
-¿Qué tal Deolindo?
-Bien, señor. Hace falta una pala, y
también un balde, y si me mandara porlan yo podría...
El inspector tomaba nota, esperando la
pregunta que tarde o temprano habría de venir, y que sin duda
sería: "¿Señor, cuándo viene de nuevo el tren?"
Y era.
-¿Y señor, cuándo viene de nuevo el tren?
El inspector le decía cualquier cosa, que
Deolindo creía como un niño, aunque ya andaba por los
cincuenta y tantos, y se alegraba, también como un niño,
porque siempre esperaba la vuelta de los "tiempos
lindos" y el hombre cree firmemente en aquello que quiere
creer.
-¿Así que güelve, nomás?
-Así parece...
-Pero es cosa'e la superioridá, ¿no?
-Sí, aunque no sabemos bien cuando. En fin,
veo que todo está bien y en orden...
El inspector le daba la mano. Deolindo
volvía a quedarse solo; cruzaba el ancho y desolado espacio que
separaba la estación del almacén y allí le decía a la
señora Rosa:
-Dice'l ispetor que güelv'el tren, doña
Rosa...
La mujer se encogía de hombros,
-Ah, ah...
Desde que se fue el jefe y trasladaron a los
demás, él ocupaba lo que había sido la casa de aquél: un
amplio y abrigado cuarto, con contraventanas en las aberturas
que caían al Sur y el Oeste, de donde venían los vientos y las
polvaredas, una amplia cocina y un retrete. Deolindo sabía que
nada de esto era suyo, ni el resto de la estación, ni el
andén, ni el gran galpón que se venía abajo
irremediablemente, ni la torre de agua, pero sabía también
oscuramente que su deber era cuidarlos como si lo fueran, para
el día en que volvieran los trenes. Y así lo hacía,
inútilmente, con firmísimo empeño, a conciencia, como si en
ello le fuera la vida.
Y en verdad ésta se le fue yendo un año
tras otro, en esa punta de rieles rodeada por el desierto, y
donde acabaron por quedar como empecinadas sombras o fantasmas
sólo diez o doce pobladores que ya no esperaban nada: viejos
cuyos hijos habían emigrado, el estafetero postal y su gente,
doña Rosa en el almacén al que acudían desde largas
distancias los ralos habitantes del páramo. Sólo Deolindo
esperaba. Esperaba desde luego la vuelta del tren. Su
pensamiento oscuro y lento como una raíz, y también su
corazón, se rehuesaban a aceptar la definitiva ausencia de las
alegres locomotoras y los cabaceantes vagones, la clausura sin
término de Kilómetro 899. Alguna vez, alguna vez...
-Un día tendrá que ser, doña Rosa. Hoy
vino otro inspector y me lo dijo...
La mujer se encogió de hombros por milésima
vez.
-Si yo encontrara un comprador para el
almacén, me iría de aquí al día siguiente...
Sólo un milagro hará volver al tren.
Y el milagro ocurrió. Pero, como no fue
dispuesto por Dios, sino por los hombres, resultó tan
inesperado como imperfecto.
En una de sus visitas, el inspector -otro
inspector- se lo dijo al apearse de la "zorra":
-¿Sabes, Deolindo? Ahora va en serio:
¡alargan la vía!
Deolindo no entendió. Para él no podían
terminar sino allí, donde habían terminado siempre: antes,
algo más al Oeste y ahora rodeando ese punto final, estaba el
páramo, la árida pampa seca, la nada.
-¿Alargar? ¿Y pa'dónde, señor?
-Para el Oeste, desde luego...
-¿Y pa'qué, si ahí no hay que piedra?
-Es largo de explicar -dijo el otro, mientras
buscaba la forma de hacer entender a Deolindo lo que él mismo
tampoco sabía bien-, allá, al Oeste hay canteras,
¿comprendés?
-¿Canteras?
-Sí. Cerros de donde se sacan piedras. Y
también yeso, creo, y caolín... Bueno: además levantarán
allí una fábrica de cemento portland... Vendrá una gran
empresa italiana. Estos "tanos" tienen más plata que
los ladrones...
Deolindo seguía sin entender.
-¿Y pa'qué quieren tanto porlan ahí?
-Sos el mismo animal de siempre, Deolindo. Lo
fabricarán allí, pero después lo llevarán a las ciudades.
Con eso harán casas, caminos, puentes... Tenderán setenta
kilómetros de vía..., hasta un lugar que llaman Cerros
Blancos.
-Ah, ah... ¿Y Kilómetro ochocientos noventa
y nueve?
El inspector también se encogió de hombros.
-No sé. Parece que seguirá clausurado...
Los días que durante años se habían
sucedido sobre aquella punta de rieles como un pausado gotear
del tiempo cambiaron bruscamente. En un convoy que quedó allí
detenido en Kilómetro 899 como campamento rodante, llegaron
ingenieros con extraños aparatos, capataces y cuadrillas, y
después más hombres, y trenes cargados con rieles, durmientes,
balasto, máquinas que arrasaban la tierra arrancando los
espinillos como si fueran pajas y que abrían en dos los
médanos arrojando furiosamente a un lado chorros de arena
amarilla. Pronto los recién llegados advirtieron la empeñosa
voluntad de Deolindo.
-Che, andá al almacén y comprá
fósforos...
-A ver, Deolindo, denos una manito aquí...
-Agarrá esa pala, Deolindo, y abrí una
zanjita hasta allá...
-Deolindo: prepara un asado para el ingeniero
Peñalver, que llega hoy.
-Deolindo, andá...
-Deolindo, vení...
Y a pesar de sus años y de su pelo gris, ni
"don", ni nada, y menos "señor",
tratamiento que nunca tuvo y en el cual jamás soñó, Deolindo
a secas, incluso sin apellido, que hasta él mismo casi había
olvidado.
Aquel torbellino pasó también. En un par de
meses las vías avanzaron hacia el Oeste hasta perderse de
vista, escaparon por el horizonte por el lugar desde donde ahora
el lejano bocineo del convoy que se acercaba, en busca de
aquellas canteras cuya utilidad Deolindo no había acabado de
entender. Aunque alguna vez había visto en alguna revista cómo
eran las grandes ciudades y las anchas carreteras, eso, y yodo
el mundo fuera de Kilómetro 899 era para él como un sueño
improbable, cosas inexistentes de las cuales hablaban los
demás.
Y Kilómetro 899 ya ni siquiera fue punta de
rieles; el extremo de las vías había quedado doce leguas hacia
el Oeste; fue simplemente una estación clausurada, un punto en
el mapa ferroviario frente al cual los convoyes pasaban sin
detenerse, cargados de piedras, de bolsas cubiertas por gruesas
lonas, compuestos a veces por decenas de vagones, cuando iban
para "adentro" y trayendo grandes bultos y raros
artefactos cuando corrían hacia el Oeste.
Cuando Deolindo cumplió la edad
reglamentaria lo jubilaron de oficio. Le explicaron que ya no
tendría que ocuparse de la estación, ni de los yuyos, ni de
nada; que podía descansar, en fin. El preguntó quién lo
reemplazaría.
-Nadie, Deolindo.
-¿Y la estación, entonces?
-Kilómetro ochocientos noventa y nueve ha
sido suprimida. Ya ni figura en los mapas del ferrocarril, le
dijo el inspector.
Deolindo pensó un momento, y luego contestó
con esa desesperada e irrevocable firmeza de los humildes y los
débiles contra la cual nada vale la violencia de los fuertes,
porque ni siquiera la muerte la hará ceder:
-No importa, señor. Yo cuidaré lo mismo la
estación, aunque ya no nos quieran ni a ella ni a mí. A lo
mejor, ¿quién le dice?, algún día la güelven a abrir y
será mejor que esté cuidada...
El inspector arqueó las cejas y no dijo
nada.
Deolindo se quedó allí, en la casa del
jefe, con sus dos perros, y nadie le molestó porque a nadie
molestaba. Cuidaba la estación ya irremediablemente inútil,
gastando incluso de su retiro para comprar algunas cosas -cal,
alambre, ladrillos- para reparar lo que se iba deteriorando
despacio, sin apuro, sin pausa. Ya ni siquiera podía cruzar
hasta el almacén para tratar de compartir con doña Rosa su
vana esperanza porque también la mujer se había ido, cerrando
su tienda y sin esperar a ningún comprador imposible.
Las maquinistas lo conocían por su nombre;
él a ellos sólo por sus rostros, pero todos le avisaban desde
lejos su paso con un largo bocineo. Deolindo entonces recogía
su vieja bandera de señales, como en los lindos tiempos, se
paraba en el pelado extremo del andén, más allá de la torre
del agua, y cuando el tren estaba a la vista la agitaba en
señal de vía libre, como si ello fuera necesario en esa
soledad infinita donde los únicos que las cruzaban eran el
viento y el polvo.
Los otros lo saludaban con la mano, y él los
seguía con la mirada hasta que se perdían de vista hacia el
Este, como ocurría, o hacia el Oeste, como sucedía cuando
viajaban hacia las misteriosas canteras.
-Ahí'stá -dijo en alta voz.
Venía el tren. Era, como todos, un largo y
pesado convoy del cual tiraban dos locomotoras
Diesel-eléctricas -no aquellas alegres y encopetadas de vapor y
humo de los hermosos tiempos viejos-, cuyo paso hacía temblar
sordamente la tierra.
Agitó la bandera, saludó con ella.
¡Chau, Deolindo!, le gritó el maquinista,
un mozo rubio y desconocido, al que seguramente los otros le
habían contado ya la simple historia de Deolindo y lo que sin
duda creían su mansa locura.
Cuando todo el convoy pasó frente a él, el
guardatrén, que viajaba acodado en la plataforma trasera del
furgón de cola, lo saludó con la mano, y luego él mismo y el
furgón, y el tren entero se fueron empequeñeciendo despacio y
desaparecieron del todo en la dorada luz de la tarde de los
médanos.
-Si no estuviera yo... -murmuró Deolindo,
mientras envolvía con cuidado la viejísima bandera sobre su
asta.
Después caminó lentamente por el andén, o
por lo que quedaba de él, seguido por sus dos peros, a lo largo
de aquellas vías que durante toda su vida lo habían unido
misteriosamente a un mundo también misterioso, distante y
lejano, que no había conocido, ni conocería nunca, ni deseaba
siquiera conocer.
|