Ha subido al tren para derogar
el durísimo axioma del filósofo:
llamamos vida a la podredumbre.
Contra esas palabras
que no se cruzarán nunca con su mirada,
se ha presentado aquí, inusualmente apuesto,
desenvolviendo en el compartido
ortoedro del vagón su inanunciada belleza.
Es un fauno apolíneo,
un centauro perfecto.
Un centauro subido innecesariamente
al tren de cercanías,
al de media distancia, que abre todas sus puertas
en un golpe triunfal de los automatismos
para franquear la entrada
a una excepcional criatura directa
que procede
de los mármoles Elgin. Sus facciones
anulan el antiguo antagonismo
entre esprit de finesse y esprit de géométrie.
Todo es nuevo a las 12: 37.
Los números recobran su aventura radiante.
Él nos mira ligeramente atónito
al verse rodeado.
No parece consciente de su soberanía.
Cuelga la bicicleta en un espacio
prodigioso, almacén
de triángulos, círculos,
trayectos detenidos
como si descansaran
también esos metálicos
esquemas de la brisa.
Convierte la pared
y el cristal en carril
vertical donde todo
avanza suspendido
por el cielo fugaz
apeteciendo altura
igual que el trazo
de un boceto.
Contiene
el movimiento en el movimiento
o mobilis in mobili.
Vamos en un emblema.
Viajamos en un friso.
Todo queda alineado.
La amarra con un nudo
que deshará sereno
en la hora del retorno
horizontal a tierra.
Cuando se sienta junto a la ventana
no saca ningún móvil.
No hay e-reader ni tablet
ni periódico.
No se pone a jugar, no habla con nadie.
No recibe mensajes.
De lo que tiene en mente
apenas un vislumbre
en los ojos que buscan
algo en el exterior que no está fuera.
El pantalón del chándal
pone a salvo la curva praxitélica,
y abajo en el izquierdo
gemelo una azul abrazadera
de Decathlon, de velcro,
ciñe el tejido atlético a la musculatura.
La camiseta transpirable de Quechua
deja que sobresalgan
los bíceps colmados, los antebrazos anchos,
las manos a la vez fuertes y pequeñas,
el moreno tronco animal por el que escala la carótida
sosteniendo sin más complicaciones
la cabeza viril.
Resopla cuando habla brevemente
con el revisor. La sombra de la barba,
las canas en el límite
de las patillas: es un nuevo santo
urbano torturado
por nuevas penitencias. Entreabre
la boca de dormido. Si despierta,
aprieta los labios
con la determinación que conocimos en los héroes.
Es un trabajador. Un deportista.
¿Qué hace un día laborable en la sierra? ¿Por qué
vuelve a Madrid? ¿De qué modo organiza
la alternancia entre rutina y maravilla?
¿Qué función cumple la velocidad
en su vida? ¿Cuál es
su relación con la naturaleza?
Hay que hablar de la carne, de las masas
musculares hinchadas por el reciente esfuerzo,
de la piel alcanzada por soles diferentes.
Tenso entre su mandíbula y sus pómulos
está el polígono definitivo
que ningún otro hombre puede tocar
públicamente, según los honorables
códigos de conducta en los que lo educaron.
Ah la estatua que late, que camina,
que viaja, antes ecuestre, ahora sedente,
sin embalar, se mueve
por el mundo, la caja
torácica esbozada, su secreto
sencillo. La cuestión
es que el arte,
una de las pobres bellas artes mortales,
la que sólo trabaja con lenguaje y con tiempo,
lo salve para siempre,
antes de que su verano recortado meridianamente
en el interior de un convoy ferroviario cualquiera
se difumine en las encrucijadas.
La cuestión es salvarlo
antes de que se pierda
en el río de las multitudes y las generaciones.