Hubo una vez un tren en que dejaste
todo el amor atrás, suspendido en el aire
de la estación, disuelto entre las páginas
de los libros románticos que habías
leído en tu más tierna adolescencia.
Tenías diecinueve años entonces,
la misma edad que yo, pero yo andaba
más cerca de los veinte. Tú viniste
al mundo en primavera. Yo, en invierno.
Y el tren que te alejaba de mis brazos
te esperaba en verano, en pleno agosto,
cuando Madrid hervía en la caldera
del infierno y las calles despedían
un acre olor a fósforo incendiario
que te cortaba la respiración.
Subiste al tren, soltaste la maleta
en tu asiento y saliste a la ventana
para decirme adiós y poner punto
final a nuestra historia con un gélido
“que seas muy feliz” que resonó
en toda la ciudad como un cuchillo
de hielo en las entrañas, como un dardo
que se clava en el alma para siempre.
Y el tren se despidió de la estación
con su pitido habitual, y el cielo
se convirtió en un dédalo de lágrimas.
Y ya no volví a verte nunca más.